El advenimiento del coronavirus ha traído consigo la consabida sarta de teorías de la conspiración que siempre acompaña a toda nueva enfermedad. Ya sucedió con el VIH, con el SARS (aquel año de 2003 algún experto en la CNN se atrevió a contemplar que podría tratarse de un ataque terrorista), la gripe aviar y la porcina. La realidad, claro, se empeña en ser más prosaica. Todavía no sabemos a ciencia cierta de dónde llegó el coronavirus, pero lo aproximaremos con precisión asombrosa. También seremos capaces de reconstruir con detalle la cadena de contagio. Con el SARS, por ejemplo, llegamos a identificar a un “supertransmisor” en Hong Kong, que contagió a 329 vecinos a través del sistema de ventilación en las altas y densas torres de apartamentos contiguas a la suya.

“A ciencia cierta”. Pocas veces una expresión es tan apropiada. El progreso apoyado en el denodado trabajo de científicos, médicos, personal sanitario y asistentes de investigación (el saber se construye a hombros de becarios) nos permite trazar lo invisible, organizando el caos. Y, sin embargo, a veces nos empeñamos en escoger la narrativa opuesta: la que nos sugiere una catástrofe movida por hilos invisibles.

Estas teorías nacen de distintas fuentes ideológicas pero todas confluyen en un ataque contra la globalización, en un repliegue para “tomar el control” de nuestro destino, como si ello fuese a resolver las epidemias sin coste alguno. Pero los mismos factores que favorecen la transmisión de enfermedades fomentan el surgimiento de nuevas ideas. El crítico musical Ted Gioia explica que el jazz, una música tan genial como improbable, evolucionó gracias a un contexto epidemiológico óptimo: mucha gente junta en un espacio estrechamente poblado que obliga a la mezcla, favoreciendo una cultura del encuentro.

o mismo cabe decir de la ciencia: el mundo se ha hecho pequeño para los virus, pero también para el conocimiento.

Por ello debemos recordar lo positivo de la integración. Y sobre todo tenemos que recordárselo a los líderes de opinión y a los políticos que caigan en la tentación de la catástrofe conspiranoica. La mejor receta contra el coronavirus está en el voto a favor de que aquellos dispuestos a seguir construyendo progreso más allá de las fronteras (científicos, médicos, personal sanitario y asistentes de investigación) puedan seguir haciéndolo con los mejores medios posibles. 

Por: Jorge Galindo

Fuente: El País