A contrapelo de la admiración que hay en México por la democracia estadunidense, que suele citarse como modelo predilecto para debatir sobre elecciones, electores y partidos, nuestras reglas de financiamiento a los partidos no apelan al “mercado” para obtener recursos de simpatizantes privados, sino que privilegian el financiamiento público. De aquí que, en materia de dineros, nuestros partidos estén mucho más cerca de las burocracias públicas que de las organizaciones ciudadanas. De modo que, para todo efecto práctico, tendrían que ser tratados como tales: como burocracias que viven del erario público y que, en consecuencia, habrían de sujetarse a las mismas reglas que se exigen a cualquier otra oficina del Estado.

El problema es que el modelo mexicano ha titubeado y no ha conseguido establecer una postura definida para salir de los conflictos que han venido tras cada elección, por la doble cara del financiamiento a los partidos: la que aduce el ejemplo americano y defiende la más plena libertad de los partidos para obtener dineros y gastarlos como quieran —siempre que se mantegan en el marco de la legalidad—, y la que sostiene el control de todos los ingresos y los gastos partidarios, en nombre de la equidad. Esta contradicción entre el modelo libertario y el modelo igualitario está inscrita en las reglas vigentes de financiamiento y fiscalización a los partidos y ha estado presente en todos los conflictos poselectorales que ha tenido México —federales y locales— desde 1988.

El primer triunfo del modelo igualitario no vino, sin embargo, del abuso del modelo libertario sino de su opuesto: no fueron las aportaciones millonarias de particulares las que hicieron profundamente inequitativas las contiendas presidenciales del 88 y del 94, sino fue la llave abierta del dinero público la que fluyó como cascada a favor de las candidaturas de Salinas de Gortari y de Zedillo (igual que siempre). Así que cuando este último apoyó la reforma electoral de 1996, nadie estaba pensando en regular la libertad de los particulares, sino en evitar que los gobiernos y sus burocracias siguieran volcándose completos en apoyo del partido en el poder. Otorgar un altísimo financiamiento público a todos los partidos equivalía, en esos años, a buscar la equidad que no se había tenido nunca, a condición de que los gobiernos se abstuvieran de participar, de poner topes a los gastos de campaña y de que los partidos rindieran cuenta franca de sus gastos. Así nacieron las nuevas burocracias partidarias: como un pacto de equidad, financiado con dinero público.

Pero la insaciable necesidad de contar con más recursos para los partidos dio al traste con ese pacto igualitario. El dinero público volvió a fluir bajo la mesa (como lo demostró el llamado Pemexgate), mientras que los apoyos inconfesables de particulares se colaron a través de las ventanas (como lo probó Amigos de Fox). Y todavía tenemos como cosa del presente el conflicto del año 2006, cuando el abuso del acceso multimillonario, selectivo y discriminatorio a los medios electrónicos de comunicación —arropado por el modelo libertario— trajo como secuela un segundo paso a la favor de la equidad en la distribución de tiempos para radio y televisión, que a la postre se volvería uno de los temas más polémicos del sistema electoral vigente y que, a pesar de todo, habría de reeditarse con modalidades diferentes en las elecciones apenas concluidas.

Así pues, todas las reglas de financiamiento y fiscalización que hoy tenemos son producto de un abuso previo y, a la vez, de la incapacidad de nuestro nuevo régimen para optar por alguno de los dos modelos, sin ambigüedades. Y hoy estamos en las vísperas de otra vuelta de tuerca sobre el mismo tema y empantanados en las mismas discusiones. No obstante, el mayor riesgo por venir es que los partidos sigan estresando las reglas de la fiscalización, añadiendo castigos cada vez más duros —incluyendo la posibilidad de someter la validez de los comicios al resultado de una auditoría contable—, sin someterse al control de las autoridades electorales desde un principio en todos y cada de sus gastos, sin renunciar a todos los financiamientos privados y sin asumirse como lo que son: como burocracias públicas, sujetas a las mismas reglas de control presupuestario que se exigen para todas las demás.