En 1994 iniciamos el año con la noticia de la insurrección zapatista y la entrada en vigor del TLC. En 2014 no tuvimos primeras planas tan espectaculares, pero sin darnos cuenta amanecimos con un nuevo horizonte político que, a fuerza de reformas, constituye en ciernes una nueva Constitución. Una revolución silenciosa que modifica las reglas del ejercicio del poder en México.

Una Constitución es un arreglo político y normativo que establece las bases sobre las cuales se ejerce el poder en un Estado. Por ello consagra los derechos fundamentales de sus habitantes y contiene las reglas del acceso y el ejercicio del poder. La mejor síntesis de lo que constituye una Constitución es el texto del artículo 16 de la Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y Ciudadano que reza: “Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no está asegurada ni la separación de poderes establecida, no tiene constitución”.

La norma constitucional busca orientar y estabilizar el ejercicio del poder que por definición es dinámico y se modifica continuamente. Existe una gran variedad de diseños constitucionales que configuran diversas maneras de ejercer y controlar el poder. Ninguno es perfecto. Por ello, los cambios constitucionales suelen ser frecuentes y responden a las lógicas de la acción política e institucional. Al menos en América Latina la mutación constitucional es más la regla que la excepción. Es en la Constitución donde se vive con mayor intensidad la dialéctica entre norma y realidad.

Desde esta perspectiva, no debe sorprender que la Constitución mexicana se haya modificado constantemente en las últimas décadas. El año pasado tuvimos una nueva ola de reformas que respondieron a distintas lógicas y propósitos. Importa destacar que es el efecto acumulado de las reformas producidas en los últimos 30 años más las de 2013 lo que genera una nueva configuración del ejercicio del poder de tal calado que podemos hablar de un nuevo arreglo constitucional; ciertamente aún inacabado en muchos de sus detalles.

Existen al menos tres dimensiones de la arquitectura constitucional que se modificaron sustancialmente el año pasado. La primera es la creación de las autonomías constitucionales en una gran diversidad de materias —desde la evaluación de la política social hasta el ejercicio de la acción penal—, y que constituyen nuevos espacios de ejercicio del poder cuyas reglas de funcionamiento e interacción con los poderes tradicionales y los otros órganos autónomos aún deben ser escritas. La segunda es una transferencia importante de nuevas atribuciones al Congreso federal que le permiten tener una incidencia nacional mucho más significativa, entre otras las facultades para designar a los miembros de los nuevos órganos autónomos, la de incidir en la planeación y la de emitir leyes con carácter nacional, situación que por cierto modifica las coordenadas tradicionales del federalismo mexicano. La tercera la constituyen las nuevas reglas electorales que producen un escenario inédito con grandes zonas de incertidumbre. Conviene destacar que la reelección es una medida que fortalece principalmente al Congreso y por ello altera los incentivos en el ejercicio del poder. Al lado de estas modificaciones existen vacíos importantes: la construcción de pesos y contrapesos eficientes, así como el diseño de mecanismos efectivos para rendición de cuentas, tanto para los nuevos órganos como para los poderes tradicionales.

En síntesis: tenemos un nuevo paisaje para el acceso y ejercicio del poder. Se movieron muchas piezas del rompecabezas, pero aún faltan otras. Estabilizar las nuevas condiciones institucionales y fácticas que crea el efecto acumulado de las reformas llevará tiempo. Urge por ello una reflexión de conjunto que nos permita tener nuevos puntos de referencia para entender el nuevo sistema político mexicano.

Fuente: El Universal