No hay ninguna duda sobre la eficacia política de Enrique Peña Nieto. Incluso por encima de la que demostró al principio Carlos Salinas de Gortari, la capacidad de acción del presidente Peña ha causado la envidia de varios de sus opositores —empezando por Felipe Calderón—, los aplausos efusivos de sus copartidarios, la lealtad de quienes se verán beneficiados por las nuevas inversiones energéticas y de telecomunicaciones, y la preocupación sincera de quienes observamos el alud de cambios normativos que consiguió el gobierno federal en apenas veinte meses, por la angustia que producen los cincuenta y dos que restan del sexenio.

Decir que lo que sigue es la implementación de las reformas es una obviedad: no se hicieron para presumirlas en un informe de gobierno, sino para que efectivamente sucedan cosas buenas para México. Esa es la razón de ser y la única justificación válida de todo cambio constitucional. Pero lo único que sabemos con certeza sobre el paso del papel al acto de cualquier nueva política es que algo saldrá mal. No lo escribo con ánimo beligerante sino académico: toda la literatura sobre implementación de políticas públicas —que comenzó a expandirse desde los años ochenta y que hoy cuenta con un amplio bagaje teórico, basado en evidencia empírica por todo el mundo— coincide en que el verdadero campo de batalla no está en el diseño de los grandes cambios, sino en su realización concreta.

La implementación no es cosa de coser y cantar, dejando que las cosas simplemente fluyan, sino de volver una y otra vez sobre los puntos principales que en su momento dieron lugar a las reformas, evaluar cada paso que se emprende, controlar que las decisiones se tomen en la dirección deseada y, sobre todo, enfrentar la mudanza de preferencias y criterios entre los actores involucrados en el diseño original y la pugna de quienes intervienen en la operación por hacerse de mayor influencia. La evidencia comparada nos dice que aunque todas las condiciones sean perfectamente favorables, la implementación de las políticas siempre encontrará amenazas, imprevistos y desviaciones imposibles de prever en el momento de salida. Y a eso vamos en lo que resta del sexenio: a la batalla apenas diseñada en los primeros meses.

A esto hay que añadir que los cambios impulsados por el Presidente no tendrán una traducción sencilla para la vida cotidiana de la gran mayoría de los habitantes del país. Ese engendro del recibo más barato de la luz es apenas un ejemplo. El Presidente dice que tendremos un mejor país, pero la gente común y corriente no lo vivirá del mismo modo ni, mucho menos, de inmediato. Lo que verá, en cambio, serán los problemas cotidianos de la implementación y los sinsabores de la corrupción que, con toda seguridad, brotarán por el camino. Y también verá las críticas que se irán tejiendo poco a poco, mientras este conjunto de políticas recién inauguradas van consiguiendo abrirse espacio en el pantanoso terreno de la realidad.

Es probable que el impulso adquirido durante estos meses todavía le alcance, al Presidente, para ganar las elecciones intermedias. Pero también será inevitable que en el curso del siguiente año, sus reformas pierdan brillo y sus promesas de cambio y bienestar tropiecen con la desesperación. Y no será sino hasta entonces cuando comenzaremos a evaluar la verdadera eficacia política del jefe del Estado mexicano. Ya no habrá Pacto por México, sino elecciones disputadas; ya no habrá cambio estructural, sino operaciones burocráticas; ya no habrá promesas de futuro, sino la exigencia de cumplirlas; ya no habrá reformas ambiciosas, ni planes y programas espectaculares, sino trabajo cotidiano de fontanería. Y ya no será la propaganda la que gane simpatías, sino la pura y dura realidad de los hechos consumados. Por eso, los grandes presidentes no se reconocen al principio, sino al final de los sexenios.

Fuente: El Universal