La serie de televisión, bien hecha, con una producción muy cuidada que recrea espléndidamente la década de 1960, muestra de manera descarnada los recursos de la publicidad para vender cualquier producto, sin demasiados miramientos sobre su calidad o sobre sus posibles daños a la salud. Los socios de la agencia protagonista vivieron durante años de hacer anuncios para una marca de cigarros y cuando perdieron la cuenta de esa empresa se presentaron como objetores de conciencia frente a la publicidad de las tabacaleras por los daños a la salud causados por su producto, en un golpe publicitario más.
Esos genios de la mercadotecnia, encabezados por el inefable Don Draper, eran capaces de vender desde jabones hasta automóviles de lujo con base en la manipulación de las emociones y creencias de los consumidores; una lata de frijoles se convierte en símbolo de la tradición familiar, un refresco de dieta es la fuente de la juventud o una pomada contra el acné soluciona los traumas de la adolescencia. Todo producto es vendible siempre y cuando se atine a conmover al público objetivo.
El poder de la persuasión masiva se desarrolló con el mercado moderno; nació en el siglo XIX con la producción industrial en masa y se desarrolló durante el siglo XX con los nuevos medios de comunicación. Desde muy pronto los políticos, enfrentados a las condiciones de competencia impuestas por el voto universal, o necesitados de apoyo masivo en los regímenes totalitarios del siglo XX, buscaron difundir sus imágenes y sus mensajes de manera masiva y así nació la propaganda, versión ideológica de la publicidad. Hitler, Stalin o Mao construyeron enormes maquinarias propagandísticas para convencer a sus pueblos de la justeza y necesidad de su dominio. En las democracias, sin la grandilocuencia de los mensajes comunistas y nazis, la venta de imagen política se desarrollo con patrones más cercanos a los de la publicidad comercial y desde los años sesenta del siglo pasado —precisamente la época retratada por Mad Men—, sobre todo en los Estados Unidos, las campañas políticas comenzaron a hacerse en buena medida con base en anuncios de televisión.
En México durante la época clásica del régimen del PRI la propaganda política estuvo dedicada a la exaltación sexenal del señor del gran poder en turno y en cada estado al del preboste local, siempre bajo la marca común del partido único. Con formas locales, el culto a la personalidad se renovaba cada seis años y el presidente era “el primero obrero de la patria” , el infalible, el hombre necesario que conducía a la nación por el camino correcto, con tonos hiperbólicos que poco tenían que envidiar a los de la propaganda del “Gran Timonel” chino o del “Gran Líder” de Corea del Norte. Los trabajadores, atados a los sindicatos corporativos, marchaban el primero de mayo de cada año con pancartas de “Gracias, señor presidente”; cada campaña presidencial era un ritual de renacimiento del caudillo infalible que conduciría al país a una nueva era.
Con la ruptura del monopolio político y la normalización de la competencia, las estrategias tuvieron que cambiar. Entonces comenzó la transición de la propaganda a la publicidad y los políticos comenzaron a convertirse en productos de mercado que deben venderse como detergentes de ropa. En el nuevo escenario, con un papel preponderante de la televisión en la construcción de los personajes políticos, la imagen comenzó a ser un elemento crucial para los políticos: el que no retrata bien no tiene futuro. Los partidos y los aspirantes a candidatos comenzaron a invertir cantidades ingentes en publicidad, entre menos ideológica mejor, con mensajes igual de elementales que los requeridos para vender una salsa de tomate.
Entre 1996 y 2007 la política mexicana se convirtió en un mercado con buenas ganancias para las televisoras y el exceso en que se incurrió llevó a que los propios políticos pusieran límites. Se prohibió la compra de spots para las campañas y se le añadió un párrafo al artículo 134 de la constitución para establecer que “la propaganda, bajo cualquier modalidad de comunicación social, que difundan como tales, los poderes públicos, los órganos autónomos, las dependencias y entidades de la administración pública y cualquier otro ente de los tres ordenes de gobierno, deberá tener carácter institucional y fines informativos, educativos o de orientación social. en ningún caso esta propaganda incluirá nombres, imágenes, voces o símbolos que impliquen promoción personalizada de cualquier servidor publico.”
Sería de esperar que con las nuevas reglas los políticos se volvieran prudentes y renunciaran a venderse como estrellas de telenovela y a sus políticas como enjuagues bucales y buscaran nuevas formas de comunicación con los electores, como ocurre en las democracias avanzadas. Sin embargo no ha sido así. Por el contrario, en la mejor tradición mexicana, lo que han buscado es la manera de darle la vuelta a la ley, de simular su cumplimiento. El caso conspicuo en los últimos días del gobernador de Chiapas que —tal vez envidioso de la “fama” de su novia— pagó tanto la entrevista de la revista que le hizo una insulsa entrevista como la campaña publicitaria fuera de toda proporción de una publicación prácticamente clandestina en circunstancias normales, vuelve a mostrar, como antes había pasado con el inefable Partido Verde y con otros gobernadores, que aquí la ley es un estorbo, no una norma de convivencia.
Pero si lo del gobernador imberbe es ridículo, la violación constante del artículo 134 de la Constitución por parte del gobierno federal y de todos los gobiernos locales en cuanto pueden llega ya a límites absurdos. En México los gobiernos dedican cantidades ingentes de recursos públicos para que los gobernantes le informen a la gente, a través de campañas atosigantes, que hicieron lo que se supone que deben hacer. Los gobernadores anuncian que hicieron tal o cual acción a la que están obligados por el cargo, pero la presentan como si fuera una concesión virtuosa o algo que los ciudadanos deberían agradecerles como en los viejos tiempos del poder omnímodo.
Pero lo que resulta fuera de toda proporción es que el gobierno federal use recursos públicos considerables en hacer propaganda de sus reformas y en promocionarse ideológicamente como si estuviera en campaña electoral permanente. En cualquier democracia avanzada, los gobiernos comunican a través de sus conferencias de prensa, de los discursos oficiales y de lo relevante de sus acciones, no en anuncios propagandísticos. La forma ridícula en la que el gobierno de Peña Nieto está tratando de crear una imagen positiva de sus reformas, como si fueran productos milagro, panaceas que llevarán al país por el camino luminoso del crecimiento, es inaceptable en una democracia y viola el sentido del artículo 134 constitucional. Todos esos recursos y ese tiempo de pantalla se debería utilizar en campañas de educación cívica, de prevención sanitaria o de protección civil. En cambio, con otra forma, se siguen dedicando a decirle a la población lo bien que la guía el gran timonel. La política en manos de los Mad Men región cuatro.
Fuente: Sin Embargo