El crimen organizado en México evoluciona más rápido que nuestra capacidad para entenderlo y explicarlo. Cuando los llamábamos narcotraficantes, ellos ya eran exitosos secuestradores y extorsionadores. Cuando los definimos como delincuentes, ellos ya se habían mimetizado en autoridades. Hoy el gran negocio del crimen organizado tiene algo en común con la transa y el cochupo inherente a la política nacional: ambos extraen un generoso botín del erario público. La barbarie de Iguala se cocinó durante años con el fuego lento de la corrupción sin castigo, ni consecuencia.

Guillermo Trejo, profesor de la Universidad de Notre Dame, publicó un texto (El País, 16/X/2014) que sirve para abrir los ojos y convocar a las pesadillas: “En esta nueva estrategia los grupos criminales encontraron un nuevo y valioso botín: el municipio y sus contribuyentes. Como lo demuestra la terrible experiencia de Michoacán, el crimen organizado se apropiaba del 30% del presupuesto anual de obra pública de los municipios; exigía que los contratos de obra pública se otorgaran a constructoras bajo su control; y cobraba el 20% de la nómina salarial de la burocracia local”.

Este modelo de negocios criminal tiene un sólido blindaje de impunidad. La opacidad que ampara las corruptelas de regidores, alcaldes y gobernadores también protegió a Los Templarios y a Guerreros Unidos. La falta de rendición de cuentas que permite darle un contrato a un compadre también facilita que La Tuta haya sido un poderoso proveedor de obra pública en Michoacán.

En el desfile de la impunidad del PRI vimos marchar a Arturo Montiel en el Estado de México y no pasó nada. Luego llegó Humberto Moreira en Coahuila y su peor castigo fue irse a estudiar una maestría a Barcelona. A Oaxaca llegó la anhelada alternancia en el poder, y el gobernador Gabino Cué dejó sin sancionar los malos manejos de su antecesor Ulises Ruiz.

Luis Alberto Villarreal, ex líder de los diputados del PAN, fue acusado reiteradamente de dirigir el “cártel de los moches” en las negociaciones presupuestales en San Lázaro. La reacción de Gustavo Madero, entonces presidente panista, fue acusar a la prensa de generar inquina contra su impoluto partido. El cese del pastor de los diputados del PAN no ocurrió por acusaciones de corrupción, sino cuando fue descubierto bailando con una mujer portadora de apodo y minifalda. Luego llega la barbarie del PRD en Guerrero y todos nos sorprendemos de que algo huele a podrido en nuestra República.

Guillermo Trejo y Sandra Ley realizaron una acuciosa base de datos donde se documentan más de 300 atentados y asesinatos sobre autoridades locales en los últimos 6 años. En promedio, es cerca de un atentado a la semana. El Estado mexicano abandonó a cientos de autoridades municipales a su suerte. A los corruptos los dejamos robar. A los funcionarios municipales honestos los dejamos solos e incluso los dejamos de carne de cañón frente al fuego de los delincuentes. Bienvenidos al México de los 43 desaparecidos de Ayotzinapa.

Ni el PRI, ni el PAN y ni el PRD tienen el monopolio de la corrupción, pero, aún más grave, tampoco ninguno abraza la bandera de la honestidad. El PAN acaba de lanzar una atendible propuesta de cambios institucionales para enfrentar la corrupción. Sin embargo, la mejor aportación que podría hacer Acción Nacional en el tema sería una autocrítica de cómo el partido fundado por Gómez Morin acabó convertido en una oficina de repartición de moches y promoción de casinos.

Iguala refleja una crisis de nuestro sistema de partidos políticos. Como si la competencia electoral fuera una guerra, el fin justifica los medios y tolera las alianzas más obscenas. Hoy la corrupción no sólo es un tema de honestidad y buen uso de los recursos públicos, sino la principal amenaza a la democracia mexicana y la seguridad nacional.

@jepardinas

 

Fuente: Reforma