En su primer acto como candidato presidencial, Enrique Peña Nieto se comprometió a crear una nueva Comisión que investigaría los casos de corrupción en los tres órdenes de Gobierno, una agencia que podría combatir la corrupción municipal o los grandes escándalos en las licitaciones. A un año de la llegada de Peña Nieto a Los Pinos, el Senado de la República no ha alcanzado los consensos para aprobar una agencia anticorrupción, la Secretaría de la Función Pública se encuentra debilitada por la falta de acuerdos en el Congreso, y el IFAI, el órgano responsable del acceso a la información pública, se encuentra a la mitad de una reforma constitucional que, aunque positiva, no se concreta. Llegamos al primer año de gobierno de Peña Nieto inmersos en una paradoja: México necesita de mayor inversión pública y privada para detonar el crecimiento; la inversión pública requiere de mayor recaudación; y antes de pagar mayores impuestos, los sectores social y económico exigen transparencia, rendición de cuentas y control de la corrupción en el Gobierno. Es momento de reconsiderar la estrategia anticorrupción de Peña Nieto.

Empecemos por el problema de fondo: la corrupción es el principal lastre que enfrenta nuestro país. Afecta a todas las agendas nacionales y está presente en todos los sectores. La corrupción encarece medicamentos, adelgaza el asfalto de carreteras, permite vender plazas en el Gobierno, daña la competencia económica, afecta la imagen de México y amplía la desconfianza de los ciudadanos ante sus representantes y autoridades.

Cuando pensamos en las afectaciones por las tormentas tropicales en Guerrero o en los niños que fallecieron en la guardería ABC, las consecuencias de la corrupción entre particulares y Gobierno tampoco dejan duda. Asentamientos irregulares, permisos “chuecos” y supervisión deficiente de los servicios son la combinación perfecta para una tragedia.

La corrupción corroe empresas, sindicatos e instituciones públicas y es, sin lugar a dudas, el impuesto más regresivo que tenemos: mientras que un hogar promedio invierte 14% de su ingreso en sobornos o “mordidas”, a los hogares que viven con un salario mínimo les cuesta cerca del 33% de su ingreso. Los 10 “pesitos” para el camión de la basura se transforman en millones y les cuestan más caros a quienes, ya de por sí, cuentan con los peores servicios públicos. La corrupción amplía la pobreza, fomenta la desigualdad y debilita el cumplimiento de los derechos humanos.

Hace 15 años, en el albor de la transición política que llevó a la oposición a la presidencia de la República en México, ciudadanos, académicos y autoridades coincidimos en que se necesitaba reformar el pacto social e impulsamos una agenda contra la opacidad. Necesitábamos saber más y abrir las ventanas de la República. Era necesario desmontar las barreras que impedían que las añejas estructuras del poder empezaran a ventilarse y que la información pública fluyera para todos, empresas o ciudadanos. Tras una década de acceso a la información pública, sabemos que no basta con transparentar el origen y destino de los recursos. El acceso a la información abre espacios para el control democrático, pero no resuelve por sí mismo el problema del control de la corrupción o reduce la sensación generalizada de impunidad. El acceso a la información es una herramienta poderosa en una estrategia anticorrupción, pero no debe interpretarse como la única táctica en la lucha contra la corrupción. Cuando el Senado de la República aprueba legislación para transparentar la deuda pública en los estados, ello no significa que el problema está resuelto, sino que la sociedad tendrá la información mínima para evaluar el desempeño de sus autoridades y, los órganos de control, la obligación de actuar administrativa o penalmente contra los responsables de una decisión mal tomada.

La clase política mexicana debe saber que además de transparentar el gasto público, deberá rendir cuentas por el trabajo que realiza. Deberá saber que habrá consecuencias claras para los desvíos que se detecten pero, sobre todo, deberá sentir que al rendir cuentas públicas, su destino político puede cambiar por completo. No es que Alemania, Dinamarca o el Reino Unido no sufran de corrupción. Padecen la corrupción en obra pública o en el financiamiento de la política tanto como México, pero la gran diferencia es que cuando la corrupción se descubre, cuando el público sabe, los parlamentarios renuncian o los presidentes son investigados y sancionados. La clase política de esos países sabe que traicionar la confianza pública es suficiente para acabar con una carrera política o cuando menos para dejarla profundamente dañada.

Si el derecho a la información no forma parte de una política anticorrupción integral, el efecto puede ser pernicioso. La sensación de que ante los grandes escándalos “no pasa nada”, amplía la idea de impunidad y reduce la confianza de los ciudadanos en el sistema, tanto público como privado.

El conjunto de reformas anticorrupción enviadas por Peña al Congreso puede contribuir a contar con mejores herramientas pero, sin una visión integral, no resolverá el problema de corrupción por el que atraviesa México.

La idea de que una Comisión Anticorrupción resolverá el problema de corrupción en México ha ido perdiendo fuerza. Tanto la sociedad civil como la academia han dejado patente la necesidad de construir un Sistema Nacional de Integridad que concrete tres capacidades del Estado: la de prevenir la corrupción mediante una administración moderna, eficaz y basada en resultados; la de impulsar gobiernos abiertos que construyan mejores relaciones con los ciudadanos, empezando por la rendición de cuentas; y la de sancionar sistemáticamente a quien abuse de la confianza de todos.

En ese ámbito, el presidente de la República puede hacer algo más: puede ayudar a cambiar el paradigma anticorrupción vigente. Y para ello no requiere la aprobación del Congreso.

El Ejecutivo Federal puede explicitar que construir una nación sólida e íntegra necesita un conjunto de acciones emprendidas desde muchos ámbitos: gobernadores que transformen la imagen feudal de sus administraciones; empresas que se comprometan a reducir la corrupción en licitaciones o el fraude entre sus empleados; alcaldes que empiecen a rendir cuentas, y legisladores que impulsen parlamentos abiertos.

A un año de Gobierno, el Ejecutivo Federal puede mantenerse en el impasse o tratar de ir más lejos. Es hora de abandonar el lastre de la corrupción, pero también el de un paradigma anticorrupción que no ha permitido al país llegar más lejos. 

Fuente: Este País