En 1994, se puso en marcha uno de los cambios nodales para la concreción de la transición democrática en nuestro país: la ciudadanización en la composición y procesos de toma de decisiones de los órganos encargados de organizar las elecciones en el país.  En una reforma posterior, la eliminación de esta facultad del control del Ejecutivo obedeció a la necesidad de dotar de una nueva legitimidad a los procesos electorales federales que a pesar del incipiente pluralismo político y de  reformas electorales anteriores, aún no contaba ni con los resultados deseados por la mayoría, ni con la confianza necesaria para apartar del imaginario colectivo el fantasma del fraude electoral. La selección de los consejeros electorales requirió entonces de un pacto entre las diversas fuerzas políticas las cuales nombraron a un grupo de personas con reconocido prestigio y trayectoria  cuyo desempeño permitió consolidar la autonomía política del órgano electoral federal que llevaría a la vigilancia del comportamiento de los partidos políticos y a la  alternancia en la presidencia de la República. Ciudadanos organizando elecciones, capacitando, y contando los votos emitidos por otros ciudadanos fue la fórmula – sin duda cara y compleja -para blindar de credibilidad a los procesos electorales en México.

Los debates de entonces hacen pensar en el paquete de reformas en materia de combate a la corrupción que ahora se discuten en el Senado. Según lo aprobado en la reforma constitucional, el Sistema Nacional Anticorrupción prevé la existencia de un Comité de participación ciudadana cuya integración, método de selección, atribuciones y relevancia habrá de definirse en los días por venir. Entre las diversas propuestas presentadas hasta ahora, predominan dos tipos de modelo: el “catártico” que es el que brinda un espacio institucional al trabajo de monitoreo y vigilancia social que ya hacen con plena autonomía una serie de organizaciones sociales en México y cuyos efectos dependen de la buena voluntad de los tomadores de decisiones y el de “kamikaze” según el cual se le otorgan a los ciudadanos una serie de facultades sin las garantías suficientes para su correcta ejecución. La hipótesis de este segundo modelo es que un ciudadano verdaderamente comprometido habría de estar dispuesto a “inmolarse” por la causa sin tener garantía alguna de un resultado.

Antes de optar por un modelo quizás sería útil reflexionar si estamos o no frente a la oportunidad de crear un espacio que coadyuve eficientemente al trabajo de las instituciones que se encargarán de prevenir, detectar, corregir y sancionar actos de corrupción. Bajo esta óptica se tendría que pensar qué tipo de perfiles se requieren y bajo qué mandato podría funcionar este espacio ciudadano orientado no solamente a potenciar la coordinación interinstitucional sino también a limitar los abusos e ineficiencias en la ejecución de la política nacional de combate a la corrupción que se pretende diseñar. Finalmente, habría que ver si los partidos políticos están dispuestos a ceder poder de decisión a un grupo incómodo de ciudadanos cuya autonomía de acción y decisión blinde de credibilidad y legitimidad al naciente sistema anticorrupción.