El día de ayer, el presidente Enrique Peña Nieto y su gabinete dieron a conocer versiones públicas de sus declaraciones patrimoniales. Estas versiones incluyen bienes, pero no montos; listan inversiones, pero no los instrumentos de inversión o los giros de las empresas. La discusión pública de inmediato identificó esto como un problema de transparencia. Sin embargo, la agenda más relevante tiene qué ver con lo limitado del instrumento de la declaración patrimonial como mecanismo para la rendición de cuentas y el combate a la corrupción.
Cada funcionario público, desde hace 30 años, envía a la Secretaría de la Función Pública (o sus antecesoras) una declaración patrimonial que incluye detalles del valor de sus bienes, de las instituciones financieras donde tienen inversiones y adeudos y las características de los bienes muebles que poseen. La utilización de esta información es limitada y residual: cuando un funcionario o ex funcionario es investigado, se revisan sus declaraciones para identificar un posible enriquecimiento ilícito. En la práctica, sin embargo, la mayor parte de las sanciones asociadas a las declaraciones patrimoniales se debe a que algún funcionario no entregó en tiempo y forma su declaración. Así, en los términos en los que hoy está diseñado, el sistema de registro patrimonial y su seguimiento representa una de las facetas más perversas de la lógica burocrática: lo que importa es que la declaración se entregue, aunque esto sirva para muy poco.
El propósito de que los funcionarios declaren sus bienes a la autoridad debería ser mucho más ambicioso. Según la OCDE (Asset Declarations for Public Officials, 2011), un sistema de declaraciones patrimoniales sirve para aumentar la transparencia y la confianza en el gobierno al mostrar que “políticos y funcionarios no tienen nada que esconder”.
Debería servir también para prevenir conflictos de interés: no sólo importa saber si un secretario de Estado tiene mucho o poco dinero, sino cómo sus inversiones, sus empresas o sus sociedades pueden significar intereses que lo lleven a tener que excusarse de ciertas decisiones.
Finalmente, tendría que contribuir al combate a la corrupción, lo cual sólo sería posible con sistema de monitoreo eficaz que identificara el enriquecimiento ilícito. Todo esto, por cierto, ya forma parte de los compromisos que ha adquirido el país al firmar las Convenciones Interamericana y de las Naciones Unidas contra la corrupción.
En suma: no nos preocupemos sólo por conocer el valor de un terreno del presidente o el número de autos (o motocicletas) de los secretarios. Por supuesto, hay que discutir si hacer públicas las declaraciones de altos funcionarios debería ser una obligación legal y no un concesión graciosa (y debatir los límites asociados a datos personales y de riesgos de seguridad).
Pero, una agenda de rendición de cuentas y de buen gobierno tiene que ser más completa: se requiere rediseñar el régimen de responsabilidades, construir mecanismos eficaces para identificar conflictos de interés, y articular el sistema de registro patrimonial con una lógica de combate a la corrupción que no se active sólo por alarmas ex post, sino que prevenga e identifique casos sospechosos. La discusión que el Congreso tendrá en los próximos meses sobre la Ley de Transparencia y sobre la Comisión Anticorrupción no debería hacer a un lado el engranaje fino del sistema de responsabilidades de los funcionarios públicos.