El desprestigio de la clase política ha generado una desconfianza creciente en los productos y servicios públicos gestionados por los gobiernos. Como si fueran la misma cosa, se asume que cualquier iniciativa promovida, producida o administrada por los gobiernos ha sido tocada por la ambición y malas artes de la clase política y que es poco confiable y de baja calidad. En contraste, se cree a pie juntillas que todo lo hecho por particulares es siempre mejor, más confiable y de mejor calidad. En ese imaginario social, las burocracias públicas son deleznables y las empresas privadas son impecables.
Pero eso no es cierto. Hemos traslapado categorías políticas y económicas que confunden la mala fama de los políticos con la negligencia de los gobiernos, y las virtudes abstractas de los ciudadanos con las buenas credenciales de empresas particulares. Afirmar que la política es siempre mala y los ciudadanos son siempre buenos se ha vuelto lugar común que ha conducido al supuesto de que los gobiernos son siempre inútiles (y corruptos) y las empresas privadas son siempre eficaces (y honestas). Pero esas afirmaciones pertenecen a territorios distintos, se explican por causas muy diferentes y, en la práctica, no resisten una mínima prueba empírica. Como todas las generalizaciones, ésta tampoco es verdad.
No obstante, los efectos de esas afirmaciones son ciertos. De un lado, desde los años 80 cobró fuerza global una poderosa corriente intelectual —y política— que en lugar de buscar las claves para mejorar la gestión pública en sus propios términos de cobertura, calidad e igualdad, no sólo ha pugnado por ceder cada vez más terreno a la empresa privada, sino que ha logrado mimetizar el lenguaje y las prácticas del gobierno a las de las grandes empresas. Como si los gobiernos no fueran gobiernos sino extensiones de Coca-Cola, McDonald’s o Walmart, ocupados sólo por competir para incrementar sus ganancias al menor costo posible. Y de otro lado, el desprestigio de los servicios públicos —la seguridad, la administración de justicia, la educación, la salud, el transporte y la infraestructura públicas, entre los más importantes— se ha nutrido por la actitud de una clase política que menosprecia sistemáticamente la gestión pública —como empresarios de la política y no servidores públicos— y no parece interesada en lo más mínimo por los detalles de la buena administración.
Con todo, la gran mayoría de ciudadanos simplemente no puede acceder a los servicios que ofrecen las empresas privadas, no sólo porque les sería impagable sino porque su oferta está lejos de alcanzar a toda la sociedad y, además, porque hay tareas que —guste o no— tendrán que seguir siendo monopolio de los gobiernos (a menos que también ganen los locos que creen que policías, tribunales, la diplomacia o el tráfico deben ser gestionados por Sears). Así que el mayor deterioro de la calidad y el prestigio de esos servicios no equivale al éxito de la empresa privada, sino a la mayor división entre quienes pueden pagarse servicios y quienes no, y — como ya vemos, dramáticamente— a la caída generalizada de la competitividad y la calidad de vida para todos los grupos.
Así pues, en lugar de seguir abonando al desprestigio de la gestión pública y a su traslado imposible hacia el idílico espacio de la gestión privada —cuya calidad tendría que ser revisada, por cierto, con la misma objetividad y sentido crítico que se ha exigido de los gobiernos— lo que urge es comenzar a reconstruir la confianza en el sector público: en sus decisiones, en la forma en que gasta el dinero, en sus procesos internos, en la calidad de los servicios que ofrece y, sobre todo, en sus resultados.
Hay que levantar un dique de rendición de cuentas entre la mala fama de la clase política y la exigencia de calidad a la administración pública; hay que distinguir entre el agobio y las malas artes de la competencia por el poder y la necesidad de ofrecer servicios públicos de primer mundo; hay que comprender que si no somos capaces de establecer un buen sistema de rendición de cuentas la desconfianza seguirá medrando en contra de la igualdad y la calidad de vida de todos. La rendición de cuentas puede ser la puerta de entrada hacia la devolución de la confianza en nuestros gobiernos. Y aunque no será cosa fácil, habrá que persuadirlos como a niños chiquitos: por su propio bien, deben tomar la medicina amarga de la rendición de cuentas.