Desde su fundación, la Red por la Rendición de Cuentas ha buscado que el Estado mexicano adopte una política completa, articulada y coherente para combatir a la corrupción desde las causas que la generan: de un lado, la fragmentación de instituciones y procedimientos; y de otro, las fallas legales que impiden castigar a los funcionarios que abusan, para provecho propio, de la autoridad y los medios que la sociedad puso en sus manos para atender los problemas públicos. La Red ha sostenido que la corrupción es una consecuencia del desorden y la impunidad que la auspician; y ha insistido en que nunca será suficiente perseguir individuos corruptos, mientras esas causas se mantengan intactas.
También hemos insistido, en todos los foros posibles, en que la democracia estará en riesgo mientras se siga entendiendo exclusivamente como un régimen diseñado para distribuir el poder entre varias opciones políticas sin contar, a la vez, con los medios indispensables para garantizar el ejercicio democrático de la autoridad otorgada en las urnas. Apenas el lunes pasado, Pierre Rosanvallon —conferencista magistral invitado al cuarto seminario internacional de la Red—, lo puso en términos simples: los partidos introdujeron el número a la política para hacerse de la representación popular, pero los ciudadanos deben exigir la calidad de esos números. “La rendición de cuentas —dijo Rosanvallon— es el pasivo que ha de equilibrar el activo de todo poder”.
En nuestros debates, también hemos insistido en la urgencia de hacer trabajos de “fontanería democrática”: cambios a las normas y a los procedimientos que sigue la administración pública, para unir las tuberías que todavía están dispersas y que impiden llevar agua limpia al ejercicio de los poderes públicos. Y por eso hemos reiterado que no tiene sentido seguir creando órganos aislados —como la Comisión Anticorrupción que se propuso al principio de este sexenio—, mientras persista la fragmentación institucional y la impunidad. La experiencia internacional demuestra que esos órganos sólo han prosperado en sistemas autoritarios, en tanto que las democracias consolidadas lo son, entre otras razones, porque han conseguido afirmar los procesos de rendición de cuentas, con todas sus consecuencias.
Quizás ante la elocuente gravedad de los hechos de violencia, prepotencia e impunidad que hoy están desafiando al Estado mexicano —todos ellos derivados de las causas que están detrás de la corrupción—, sea posible que se abra una ventana de oportunidad para que la clase política mexicana reaccione y comprenda el tamaño del problema que desafía su propia sobrevivencia. Quizás sea posible que la propuesta formulada por los legisladores del PAN para fundar un sistema nacional anticorrupción —que en principio recupera y articula varias de las propuestas formuladas a través de las instituciones y las organizaciones sociales que integran la Red por la Rendición de Cuentas—, coincida a su vez con el llamado del presidente del Senado, Miguel Barbosa, para llevar a cabo la más importante de las llamadas reformas estructurales, que sería la reforma para combatir a la corrupción.
Por su parte, la primera reacción del PRI a esas ideas parece prometedora: si aceptaran abrir el debate, se habría ganado al menos una puerta de acceso al lenguaje de la razón —cito otra vez a Rosanvallon— y no sólo a la propaganda basada en la seducción. Todos sabemos que la corrupción ya se ha convertido, inexorablemente, en el Talón de Aquiles de este sexenio. Y quizás por ese motivo también ha llegado el momento de hacerle frente, con amplitud de miras y un toque de generosidad democrática. Después de todo, de moverse en esa dirección, la clase política podría comenzar a recuperar el largo trecho de confianza y legitimidad que ha venido perdiendo entre los lodos de la opacidad, la impunidad y la corrupción. Y al final, todos saldríamos ganando.
Publicado en El Universal