Durante las últimas semanas hemos visto un número creciente de casos en que los medios de comunicación hacen públicas grabaciones en las que se escuchan conversaciones privadas. El hecho no es nuevo, ni siquiera reciente, aunque sí inusual la frecuencia con la que, a través de este mecanismo, se busca cuestionar la credibilidad de candidatos y funcionarios de todos los partidos. El asunto llegó al extremo que el Presidente del INE fue objeto de una andanada que buscó minar su imagen y autoridad mediante la divulgación de una conversación telefónica. Más allá de los casos, el asunto obliga a reflexionar sobre la “normalización” de esta práctica y sus implicaciones. El CIDE y el IIJ-UNAM convocamos la semana pasada a un conversatorio sobre el tema, algunas de cuyas ideas expongo a continuación.

Entre otras ideas se dijo que las grabaciones “filtradas” a los medios fueron obtenidas mediante el uso de intervenciones telefónicas y por ello constituyen una violación flagrante a uno de los derechos fundamentales de toda persona: el derecho a la vida privada. Traigo a colación el texto del artículo 16 de la Constitución que dice: “Las comunicaciones privadas son inviolables. La ley sancionará penalmente cualquier acto que atente contra la libertad y privacía de las mismas…”. Este hecho parece pasar inadvertido. Acaso algún comentarista ha señalado que las grabaciones tienen un origen ilícito, pero su contenido se da por cierto y constituyen un juicio sumario frecuentemente amplificado por las redes sociales.

También se argumentó que el asunto es mucho más complejo y por ello señalar su ilegalidad resulta insuficiente. Hay otras dimensiones que conviene explorar. Por ejemplo que el mandato constitucional obliga al Estado a velar por la preservación del derecho protegido y a sancionar a quienes lo violenten. Y que resulta evidente que las autoridades carecen de las capacidades para investigar y responder a este fenómeno. Ello explica en parte porqué a nadie parece inquietarle realizar intervenciones telefónicas, conducta que es un delito, y mucho menos divulgar su resultado.

Desde otro punto de vista se dijo que el uso de las grabaciones pone en tensión el derecho a la vida privada y la libertad de expresión. La arquitectura jurídica e institucional de estos derechos proviene del siglo XIX y resulta insuficiente para responder a una realidad profundamente transformada por las tecnologías de la información del siglo XXI. La línea divisoria entre lo público y lo privado, que nunca fue clara, es hoy mucho más tenue y enfrenta la multiplicación de mecanismos a través de los cuáles es posible divulgar lo que antes se reservaba al ámbito privado. Las expectativas respecto de aquello que podemos considerar como una comunicación privada son distintas si se trata de una llamada telefónica, un mensaje de twitter o una página de facebook.

Creo que las soluciones deben alejarse por ahora del ámbito jurídico. También debemos resistir la tentación de imponer mecanismos de control que, bajo las actuales condiciones, están condenados al fracaso. Deberíamos comenzar por plantear algunas preguntas incómodas y a partir de ellas proponer un replanteamiento ético de las condiciones en las cuáles se justifica (y quizá resulta necesario) divulgar estas conversaciones. El punto más complejo es cómo articular la necesidad de preservar el derecho de todos a una vida privada al mismo tiempo que la realidad y sentido social de los medios. Quizá por ello convendría desarrollar protocolos que establezcan las condiciones que deben cumplirse antes de divulgar una información que pertenece al ámbito privado. No existen respuestas fáciles pero de cómo respondamos depende en qué tipo de sociedad queremos vivir.

Fuente: El Universal