Hoy son más eficaces los criminales organizados para exigir derecho de piso que el Estado para cobrar impuestos. Su principal debilidad radica en que la tributación en México no alcanza para financiar las responsabilidades del gobierno, menos para redistribuir el ingreso. La omisión viene de lejos. La historia mexicana no tiene en su haber una fiscalidad que haya logrado derrumbar privilegios para igualar a las y los ciudadanos frente a la hacienda pública. En simultáneo, la corrupción e ineficiencia en el gasto han sido argumentos que han deslegitimado todo intento por modificar la manera como en México se cobran los impuestos. Privilegio, corrupción e ineficiencia del gasto son las principales barreras para una reforma fiscal que alcance amplia legitimidad. No sorprende que la desconfianza crezca cada vez que una autoridad se aproxima al tema. En tumulto se desatan sospechas sobre quién será el beneficiado y quién el que cargue los costos. Esta obviedad no debe ser tanta cuando ningún gobierno se ha preocupado antes por combatirla. La burocracia hacendaria ha creído hasta hoy que basta con diseñar una reforma fiscal bien justificada técnica y jurídicamente para que la población y sus representantes atemperen el encono que este expediente despierta. Se equivocan, en México toda reforma fiscal está destinada al fracaso mientras no logre convencer de que los que más ganan pagarán más y que nadie, por más influyente o marrullero que sea, podrá ser exentado de contribuir. Es decir, que las leyes fiscales tratarán igual a los iguales y desigual a los desiguales. De la mano del razonamiento anterior viene el enojo que se produce por la corrupción. ¿De qué sirve una reforma que entregue más dinero al erario si, a la postre, éste servirá para subir los salarios de los funcionarios, para financiar la obra que va a enriquecer al hermano del gobernador, para pagar viajes a Europa y Asia que no tienen justificación o para sufragar campañas políticas del partido gobernante. No en vano la principal queja de los mexicanos contra nuestra democracia es la corrupción. Una piedra que jala hacia abajo cada vez que nuestro sistema político intenta ir a la superficie. El dispendio y la ineficiencia con que se conduce el gasto público imponen también ánimo para oponerse a cualquier reforma fiscal. Obstaculiza la legitimidad de toda reforma la convicción de que el dinero obtenido no va a mejorar la calidad de vida de la mayoría. No serán mejores las calles o las policías, los hospitales o las escuelas. En fin, se percibe que, con mucho o poco dinero, el gobierno seguirá siendo de baja calidad. Durante su discurso del lunes pasado, el presidente Enrique Peña Nieto no conectó prácticamente con ninguno de estos argumentos. Anunció en cambio una reforma fiscal que tiene como propósito, (reviso mis notas), simplificar los esquemas fiscales, fomentar la formalidad, fortalecer el Federalismo, a Pemex y a la hacienda pública. Me pregunto qué le dicen estos objetivos al ciudadano de a pié. ¿En qué medida se relacionan con sus verdaderas preocupaciones? ¿Cuánto despejan sus dudas a propósito de los privilegios, la corrupción o la ineficiencia? Será difícil que una reforma como la planteada ayer logre respaldo de la población mientras el gobierno federal no logre convencer que su iniciativa está destinada a igualar a las personas ante la hacienda pública; mientras no exista un compromiso creíble respecto a la lucha contra la corrupción y mientras no se exhiban argumentos decisivos sobre la eficiencia social y económica del gasto público. Aún si los legisladores reunidos dentro del Pacto por México lograran ponerse de acuerdo y la aprobaran su reforma tal cual la ha presentado el Ejecutivo, si no se erradica la percepción de ilegitimidad que, en el país, siempre ha rondado sobre la hacienda pública, ésta volverá a ser razón para perpetuar la anemia financiera del Estado mexicano. Ocurrirá así incluso si los legisladores reunidos dentro del Pacto por México logran ponerse de acuerdo en su reforma y la aprueban tal cual ha presentado el jefe del Ejecutivo.

Fuente: El Universal