Por: Guillermo M. Cejudo, Cynthia L. Michel y Roberto Zedillo Ortega
Todas las promesas de campaña, los planes de desarrollo, los spots que presumen los logros de cada administración y los informes de gobierno de los gobernadores anuncian y presumen programas sociales para combatir la pobreza. Cada vez que se presentan resultados de la medición de la pobreza (como los que en agosto del año pasado publicó el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, Coneval), los gobernadores de los estados con mejoras en los indicadores las presuman como logros propios. Pero, ¿qué tanto podemos atribuir la disminución de la pobreza al trabajo de los gobiernos estatales? Esta pregunta es particularmente relevante en un entorno en el que los gobiernos subnacionales han tenido un papel cada vez mayor en el combate a la pobreza.
Tras la creación de Sedesol en 1992, todas las entidades federativas establecieron secretarías equivalentes. Como parte de la descentralización del gasto social que empezó al final del siglo pasado, se han transferido decenas de miles de millones de pesos para que gobiernos estatales y municipales inviertan en infraestructura social. Y, en los últimos años, los gobiernos estatales de todos los partidos han incrementado sus programas sociales y anunciado estrategias de política social.
El problema es que, a pesar de que podemos contar con información sobre las condiciones de pobreza en cada entidad federativa, es imposible conocer la contribución específica de los gobiernos estatales a la reducción de este fenómeno. Y ello se debe a que en lugar de una política social integrada, con programas sociales dirigidos hacia metas comunes y con responsables definidos, tenemos miles de programas sociales desarticulados y con efectos limitados sobre la garantía de los derechos sociales.
Una política social fragmentada
La Ley General de Desarrollo Social (LGDS) señala que el Estado mexicano debe contar con una política social que sea responsabilidad de los tres ámbitos de gobierno. Dicha política debería tener un espacio de decisión y coordinación (el Consejo Nacional de Desarrollo Social) y una institución que mida la pobreza y evalúe la política social (el Coneval). Además, habría de guiarse por una definición compartida de la pobreza y contar con una metodología para medirla.
En contraste con ese mandato, el Coneval ha encontrado una serie de esfuerzos difusos. En sus inventarios aparece un total de 6,491 programas y acciones de desarrollo social en todo el país (152 federales, 2,528 estatales y 3,811 municipales), todos ellos, muy similares entre sí, o incluso, duplicados, empalmados o con objetivos que poco tienen que ver con resolver el problema de la pobreza. En buena medida, esto se debe a la falta de una definición inequívoca de los responsables de diseñar e implementar la política social. A diferencia de lo que ocurre con la Ley General de Educación o la de Salud, la LGDS no explicita las responsabilidades de cada gobierno en materia de política social: los tres órdenes de gobierno son responsables.
Lo anterior es muestra de que las disposiciones de la Ley no se han reflejado en una política social integrada, cuyos programas sean coherentes y se dirijan de manera coordinada hacia un objetivo compartido bajo la responsabilidad de los tres ámbitos de gobierno. En la federación se ha avanzado en reducir la fragmentación gracias a una preocupación cada vez mayor por la consistencia en el diseño de los programas y por compartir información para tratar de evitar duplicidades. La mayor parte de los municipios no cuenta con las capacidades ni recursos para construir una política social con posibilidades de incidir en la pobreza. Sin embargo, los estados sí podrían contar tanto con los recursos como con la capacidad operativa suficientes para buscar garantizar los derechos sociales en complemento con el gobierno federal, pero, como se verá a continuación, la mayor parte de los programas sociales estatales son pequeños, opacos, discrecionales, empalmados e insuficientes.
Los programas son pequeños porque, en general, tienen un alcance reducido. Revisemos, por ejemplo, su presupuesto: es de esperar que, con más dinero, un programa cualquiera pueda tener un mayor número de beneficiarios. No obstante, al revisar la información de aquellos programas estatales cuya información presupuestaria está disponible, la situación es la opuesta. Poco más de la mitad tiene un presupuesto anual que no llega siquiera a diez millones de pesos; de hecho, aproximadamente uno de cada ocho (13%) opera con menos de un millón. Entre todos los programas, sólo un quinto cuenta con más de cincuenta millones de pesos para atender a su población objetivo (véase la gráfica 1).
Además, los programas suelen ser opacos: nuestro análisis anterior está acotado a los menos de tres de cada diez programas que cuentan con información presupuestaria (véase la tabla 1). El costo —real o planeado— del resto no aparece en la cuenta pública, ni en el presupuesto aprobado por los congresos estatales, ni en los informes anuales de gobierno. Esto significa que no podemos saber con certeza cuánto gasto implica la política social estatal ni la cantidad de dinero asociada a cada programa.
De igual forma, en los programas sociales hay un amplio margen de discrecionalidad. Seis de cada diez programas estatales no cuentan con reglas de operación disponibles (véase la tabla 1). En ese sentido, no tenemos información para saber en qué se utilizan los recursos asignados, ni sobre el tipo o el destino de los apoyos que se dan. Todas esas acciones operan sin que conozcamos la población objetivo ni sepamos si, al entregar tal o cual apoyo, efectivamente se está atendiendo un problema relacionado con la pobreza. Aún más, incluso cuando hay reglas de operación, éstas no garantizan que el programa contribuya a reducir la pobreza. En Nayarit, por ejemplo, el programa “Unidos por tu sueño” sí tenía reglas de operación, pero su objetivo no era contribuir a una carencia social sino “acompañar a la joven quinceañera en el trayecto en que se integra culturalmente a una nueva etapa de su vida, que la presenta a la sociedad en un cambio de niña a mujer (sic)” (Coneval 2014).
La combinación de discrecionalidad absoluta (esto es, la ausencia de reglas de operación y la opacidad en el presupuesto) se presenta en cerca de la mitad de los programas sociales estatales. Esto quiere decir que, para cientos de programas sociales, no podemos saber cuántos recursos están involucrados, en qué tipo y número de apoyos se gastan, a qué comunidades o personas llegan, ni para qué poblaciones están diseñados. Naturalmente, esto es terreno fértil para el uso clientelar de los programas sociales, pues generar programas sociales que repartan “apoyos” individuales puede ser una forma de construir o mantener clientelas electorales. Por eso es frecuente ver que, antes de una elección, se multipliquen los programas sociales, se incrementen los beneficiarios, se intensifique la entrega de apoyos y se amplíe la difusión de esos esfuerzos.
Más allá de cómo operan y de cuánto dinero cuestan, los programas están empalmados entre sí; en otras palabras, por la forma en la que están diseñados, otorgan los mismos tipos de apoyo para la misma población. En Oaxaca, por ejemplo, en 2014 coexistían el “Programa de Participación Comunitaria para el Desarrollo Humano con Asistencia Alimentaria” y el “Programa Cocina Comedor Nutricional Comunitaria”, ambos con el objetivo de “mejorar las condiciones de nutrición y salud” de la población de localidades de alta o muy alta marginación.
El problema de contar con programas empalmados no solo ocurre en los estados: existen empalmes entre los propios programas federales, y entre éstos y los estatales. Sobre el primer caso, valga un ejemplo: en 2015, existían 49 programas sociales federales para mejorar el ingreso de las personas en pobreza (una de las siete dimensiones de la pobreza). En total, 41 de ellos otorgaban el mismo tipo de apoyo (transferencias monetarias) al mismo tipo de población (productores cuyo ingreso está por debajo de la línea de bienestar mínimo) y para el mismo fin: aumentar su productividad. Sobre empalmes entre programas federales y estatales, un caso ilustrativo son los programas destinados a dar una pensión o apoyo a económico a los adultos mayores. En 2014, casi la mitad de las entidades federativas contaba con un programa de transferencias económicas para dicha población, mientras que el gobierno federal operaba el programa Pensión para Adultos Mayores. Las reglas y montos varían entre los estados sin una justificación clara. Por ejemplo, en 2017 en Sonora se otorgaban 1000 pesos al año en dos ministraciones a personas mayores de 65 años (a menos que vivan en localidades de menos de 5 mil habitantes, donde pueden acceder a partir de los 60 años) que no sean beneficiarias del programa federal, mientras que en la Ciudad de México el monto es de 1,132.35 mensual para mayores de 68 años, y no es excluyente con otros programas.
Finalmente, los programas estatales son a todas luces insuficientes de cara a la magnitud de la pobreza. De hecho, existen indicios de que llegan a muy pocas personas. Esto significa que, incluso en combinación, no son suficientes para modificar las condiciones de vida de las personas en pobreza. En Chihuahua, por ejemplo, en 2016 había un programa que buscaba garantizar el derecho a la alimentación (“Chihuahua Vive”) que atendió solamente a 900 personas; es decir a 0.1 por ciento de las personas con carencias de alimentación en el estado (Cejudo, Michel y Sobrino 2017) .
Política social que no garantiza derechos
Tener una política social conformada por una serie de programas pequeños, opacos, discrecionales, empalmados e insuficientes y sin una definición clara de quiénes son los responsables de lograr que este conjunto de programas integre de manera coherente la política social es una mala noticia en sí misma: se están desperdiciando recursos y es imposible que alguien rinda cuentas sobre los avances o retrocesos en materia de desarrollo social. Pero hay una consecuencia más grave: los derechos sociales de los mexicanos están garantizados de forma distinta para cada uno. Al no existir mecanismos de coordinación efectivos y al estar sujetas a la disputa por recursos y clientelas, las políticas sociales de cada orden de gobierno están construyendo regímenes diferenciados que afectan gravemente la igualdad entre los ciudadanos. En la práctica, un ciudadano mexicano puede tener acceso a ciertos programa sociales –vacunas, becas, apoyos a madres solteras, seguros de desempleo, etc.– si vive en determinado estado, pero estar excluido de ellos si vive en el de al lado.
En varias áreas no solo es casi imposible saber quiénes son los responsables de garantizar cada derecho social, sino que es diferente para cada caso, dependiendo de la localidad en la que se habite. Las reglas para obtener becas para estudiantes sobresalientes son extrañamente vagas, lo mismo los criterios de elegibilidad para recibir un apoyo por ser madre soltera, tener medicamentos gratuitos o una pensión por ser mayor de cierta edad. Las reglas varían de estado a estado, pero también la oferta de programas. Esto significa que un ciudadano de un municipio determinado puede tener garantizado su derecho a una alimentación sana y a una vivienda digna de mejor manera que el ciudadano del municipio de al lado. No porque así lo marque la ley, ni porque uno tenga menos derechos que otro. Simplemente porque coincidió que su presidente municipal decidió crear una programa para mejorar la vivienda en lugar de para otorgar cortes de cabello, o porque ese año cierto programa federal sí llegó a ese municipio.
La mayor tragedia en realidad es que el ciudadano del municipio en donde no llegó el programa federal o donde solo se otorgaron cortes de cabello gratuitos no puede exigir más: ¿a quién lo haría y con qué argumento? Por eso no es poco frecuente ver que las personas que logran beneficiarse de alguna política son consideradas afortunadas entre los miembros de su comunidad. La capacidad de ejercer nuestros derechos sociales depende del azar o de la generosidad del gobierno o de un político. La lógica de otorgamiento de la protección del Estado no es una lógica garantista que busque que todo ciudadano tenga acceso a los mismos beneficios, sino una lógica clientelista, que busca maximizar el beneficio político electoral del político o partido que otorga beneficios.
Esto explica también la preocupación –que raya en la desesperación– de los gobernantes por dar a conocer sus programas, los millones de pesos gastados y los múltiples beneficiarios. No se hace como una política de Estado –en la que el Estado garantiza derechos sociales iguales a todos–sino una política de gobierno y, a veces, de partido. Ejemplos sobran: el gobernador que entrega despensas en bolsas rojas con el lema de su gobierno, que luego será el lema de los candidatos de su partido; o el presidente de la República que en la administración anterior envió una carta personalizada a cada beneficiario del programa Oportunidades –con un costo millonario para el Servicio Postal Mexicano (todavía se llamaba así)– sólo para recordarle que este beneficio lo recibía del gobierno federal, y no de otro.
En suma, es inevitable el predominio de la lógica clientelista por encima de la universal: no sólo por la manipulación de los programas sociales o por el dispendio de recursos escasos, sino sobre todo porque impide asegurar que los ciudadanos ejerzan sus derechos sociales sin que ello dependa del lugar donde nacieron o del partido que los gobierna.
Conclusión
Los resultados moderadamente positivos de la última medición de las carencias sociales no compensan el hecho de que México mantiene, pese al mandato de ley y tras 25 años de la creación de Sedesol, una política social fragmentada e insuficiente para garantizar derechos sociales en sentido amplio; no solo mejoras marginales en indicadores que no necesariamente significan un cambio en la condición socioeconómica de las personas (como estar afiliado al seguro popular sin acceso efectivo a la salud, o recibir un certificado que avala que la “experiencia de vida” es equivalente a tener la primaria sin que eso tenga efectos en las oportunidades laborales).
El problema complejo y persistente de la pobreza no puede atenderse con intervenciones fragmentadas ni con la ilusión de coordinación que se genera cuando los gobiernos alinean sus intervenciones a los indicadores de carencias sociales. Los estados tienen el mandato, los recursos y la información para orientar sus intervenciones a complementar, reforzar o mejorar los programas federales. Los incentivos de corto plazo (la próxima elección o la siguiente medición de la pobreza) no deberían sustituir la lógica de derechos sociales como guía de las políticas públicas de combate a la pobreza.
Mientras no tengamos responsables claros, no sabremos a quién pedir una mejor política social, ni los ciudadanos a quién exigir sus derechos.
* Guillermo M. Cejudo es profesor investigador del CIDE; Cynthia L. Michel es profesora asociada en la misma institución, y Roberto Zedillo es director de proyectos en Framework Consultores.
Referencias bibliográficas
Cejudo, Guillermo M., Cynthia Michel y Armando Sobrino, “La política social en los estados: un análisis de integración”, Ciudad de México, Laboratorio Nacional de Políticas Públicas-CIDE, 2017. Disponible aquí.
Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social, Inventario CONEVAL de Programas y Acciones Estatales de Desarrollo Social, 2013-2014. Disponible aquí.
Fuente: Animal Político