¿Qué clase de izquierda es esta?

En el terreno de la filosofía política la palabra izquierda tiene un sentido relativamente obvio donde se cruzan ideales de equidad, justicia y democracia. En el terreno de la historia las cosas son menos claras. Aquí, la misma palabra ha cobijado regímenes totalitarios, autocracias y variedad de populismos. Sólo en algunas partes del mundo (sobre todo en Europa Occidental) la izquierda, como social-democracia, ha empujado las sociedades hacia mayor libertad, derechos y bienestar colectivo. Fuera de ahí, hay que reconocer con honestidad (y desconsuelo) que cuando la izquierda no ha asumido la máscara brutal del despotismo y la intolerancia ideológica (en nombre del pueblo), ha tomado el semblante de personalismos grotescos que han hecho retroceder libertades y bienestar en un sainete de egolatría e ineptitud.

En estos aspectos América Latina (excluyendo, en tiempos recientes, algunos sectores de izquierda en Chile, Uruguay, Costa Rica y Brasil) goza de una posición distinguida a escala mundial. La vergüenza totalitaria cubana sigue imperturbable con el mismo lenguaje momificado de la URSS estaliniana. Desde hace más de medio siglo millones de ciudadanos potencialmente progresistas de este subcontinente han descubierto que si Cuba es la promesa, mejor dedicarse a los propios asuntos y olvidarse de la política. Y más recientemente se han añadido Venezuela y Nicaragua donde la miseria masiva y la represión sangrienta se presentan como conquistas populares. Por su parte, México, con un presidente verbosamente incontenible se encamina hacia la demolición de todos los poderes que él mismo no controla, ubicando su país entre una democracia de mala calidad y un personalismo todopoderoso hecho de primitivismo cultural y un anacronismo que busca el futuro en un pasado lejano donde campean  caudillos narcisistas de inexpugnable rusticidad intelectual. Una historia antigua que este país, aparentemente, no puede superar y que siempre resurge acarreando daños materiales y regresiones culturales. Y todo, siempre y puntualmente, en nombre de una justicia social que, en realidad, hace de la izquierda un sinónimo de arbitrariedad sin frenos institucionales con el adorno de una ineficiencia disimulada bajo capas de demagogia y chapucería patriotera. Es el viejo PRI que no se cansa de renacer con su patrimonio de presidencialismo incondicionado, de fraseología altisonante y cultura clientelar.

Pero, no estamos solos. En muchas partes del mundo la izquierda se ha reducido a algo parecido a un malogrado acto de fe que sobrevive a sí mismo entre manipulaciones de la verdad, dogmatismos, utopías autoritarias y un desolador desierto de inteligencia crítica. Ingredientes sin los cuales, recordemos de paso, la izquierda es intelectualmente irrelevante y políticamente es más una amenaza que una promesa. Hubo un tiempo en que ser de izquierda era sinónimo de compromiso social y creatividad intelectual. Hoy el compromiso social ha sido sustituido en gran medida por delirios mesiánicos y una politiquería donde lo único que cuenta es mantener el poder sine die. Y la creatividad intelectual ha dejado su lugar a un primitivismo cultural donde una fe esclerotizada y fuera de la historia toma el lugar de la razón, el debate abierto y la experimentación responsable.

Sin embargo las cosas pocas veces han estado tan claras: en los países atrasados salir de la pobreza masiva y de instituciones ruinosas requiere crecimiento económico, mejor reparto de la riqueza y la reorganización del Estado con una mayor participación de la sociedad civil. Todo lo cual impone nuevos modelos de desarrollo que tomen en cuenta la variable ambiental, la necesidad de fortalecer el espíritu cívico y el reconocimiento que globalización y revolución tecnológica llegaron para quedarse. Hemos llegado a un recodo de la historia que nos enfrenta a la imperiosa necesidad de hacer retroceder la segmentación social que amenaza la confianza social en la democracia. En ausencia de eso, o sea, en ausencia de una izquierda progresista, democrática y portadora de fuertes proyectos de reforma, renace una cultura de irracionalidad difusa que lee la realidad en términos conspirativos con el inquietante renacimiento de una ignorancia biliosa. En estos años, se levanta en el mundo una ola alarmante de movimientos contra la vacuna anti-Covid, de nacionalismos histéricos, de nostalgias autoritarias, de encantamiento hacia caudillos que pueden tomar los semblantes de Putin, Lukashenko, Duterte Trump, Nayib Bukele, Orban, Jaroslaw Kaczynski, Al-Sisi, Erdogan y sepa Dios cuántos más en servicio activo y en reserva patriótica. Son decenas de millones aquellos que creen que las vacunas contra el Covid esconden un chip que permitirá controlar a los vacunados. En Italia cerca del 5% de la población cree que la tierra es plana y así podríamos seguir hilvanando una larga cadena de oscurantismos medievales y de disparates postmodernos.

El problema es que estupideces y prejuicios son contagiosos, nunca son inocuos y casi siempre acarrean consecuencias infaustas. Vivimos un tiempo peligroso de nuestra historia contemporánea en que –además de la urgencia de revertir un deterioro ambiental potencialmente irreversible- nos enfrentamos a una creciente polarización entre ricos y pobres, con los primeros que parecen no entender los riesgos que esta situación comporta y los segundos que, en grandes números, se orientan a favor de una derecha antidemocrática y ultranacionalista que hace sólo tres generaciones atrás produjo la peor matanza de la historia humana. Pobres y clase medias que simpatizan por una derecha iliberal y ricos atrincherados en sus privilegios constituyen una mezcla explosiva que podría estallar en cualquier momento agudizando, hasta el límite de la ruptura, tensiones nacionales y geopolíticas. La derecha, como de costumbre, no entiende y la izquierda, en muchas partes del mundo, sólo sabe proponer dictaduras o populismos más o menos atrabiliarios. Mientras tantos malestares sociales y urgencias ambientales se agudizan sin respuesta. No es necesario ser apocalípticos para reconocer los perfiles del volcán sobre el que estamos sentados.

Demos un salto atrás de 2,500 años. Confucio decía que las claves de un país en paz están, en primer lugar, en el bienestar de su población y, en segundo lugar, en su educación. De regreso al presente: una población altamente segmentada y con serios problemas de subsistencia, difícilmente tendrá interés (o simplemente el tiempo) para su propia educación. Y con una población condenada a la ignorancia la democracia no funciona decentemente o está permanentemente en peligro frente a cualquier merolico de oratoria florida.

En síntesis: una izquierda democrática débil o poco consciente de las decisiones difíciles que nos esperan abre las puertas a aventureros de cualquier signo político capaces de aprovechar la ignorancia y la desesperación de grandes masas empobrecidas que ya sólo pueden creer en algún milagro para salir de su condición. Y aquellos que ofrecen milagros a la vuelta de la esquina nunca han faltado en la historia de nuestra especie y siempre han dejado ruinas a sus espaldas. El problema de nuestro tiempo es que las ruinas que podrían dejar la mezcla de dictadores de varias coloraciones ideológicas y de populistas voluntariosamente ineptos podrían ser infinitamente mayores de las del pasado. Autócratas y populistas que se proclaman de izquierda son minas flotantes en nuestras vidas. Y lo son por dos razones: porque retardan los tiempos de políticas ambientalmente responsables y porque aumentan el peso relativo de la ignorancia (a través de una mayor segmentación social y de la difusión de primitivismos culturales) con el consiguiente desapego hacia la democracia e instituciones socialmente controladas.

No es necesario tremendismo alguno para saber que nos quedan pocos años para corregir las estrategias de desarrollo y las formas de producción y de consumo antes de que el calentamiento planetario ponga en movimiento consecuencias que, reforzándose recíprocamente, podrían producir un deterioro irreversible de los equilibrios ecológicos en que se sustenta la vida en este planeta. Insistir en los hidrocarburos (como hace el presidente mexicano y varios otros mandatarios patrióticamente amarrados a sus férreos retardos culturales) es un acto de irresponsabilidad y es una forma para eludir la responsabilidad de imaginar y promover nuevas formas de desarrollo. Reducir la política pública a una mezcla de dádivas sociales  (destinadas a aumentar el caudal electoral del presidente) y obras públicas  faraónicas, es una forma para esconder el vacío de ideas hacia nuevas formas de desarrollo con mejor distribución del ingreso. Y estos son los retos que la política actual esconde bajo el tapete mientras inunda el país de palabrería engañosamente popular. Aunque sea con sus propias modalidades, México es, junto con Cuba, Venezuela y Nicaragua, para quedarnos en nuestro vecindario geográfico, un ejemplo sobresaliente de la espesa cortina de humo puesta en acción por una izquierda culturalmente arcaica (en temas democráticos, ambientales y de desarrollo) e inhábil para enfrentar una criminalidad que ha envuelto el país en una capa de pavor que bloquea la capacidad creativa de decenas de millones de mexicanos. Por no hablar del uso personalista de un Estado que ya tenía graves achaques antes de que apareciera el caudillo de última generación a complicarlos con una protervia ideológica que impide aprender de los propios errores y escuchar las voces de una sociedad agraviada.

Publicado en Pros y contras

By |2021-12-17T11:43:22-06:00diciembre 17, 2021|Autores, Opinión|0 Comments
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