Al menos predominó la paz el día de la jornada electoral, hubo ganadores incontrovertidos y una victoria contundente de Claudia Sheinbaum. Unas elecciones que apuntan al nacimiento de una nueva colación hegemónica de larga duración, lo que, ahora sí, podría convertirse en un nuevo régimen, fundado sobre la pesada carga de la herencia institucional priista.
Una de las cosas bonitas de las democracias es que son formas de ganar con palabras y no con balas el control sobre la gestión de una buena parte de la renta social. El domingo pasado, en México se disputó legítimamente el poder de manera relativamente pacífica, aunque ahí están los ominosos signos de la existencia del conflicto armado en muchas regiones del país, que hicieron a la pasada campaña electoral la más violenta en lo que va del siglo. Al menos predominó la paz el día de la jornada electoral, hubo ganadores incontrovertidos y una victoria contundente de Claudia Sheinbaum. Unas elecciones que apuntan al nacimiento de una nueva colación hegemónica de larga duración, lo que, ahora sí, podría convertirse en un nuevo régimen, fundado sobre la pesada carga de la herencia institucional priista.
Lo primero que pasó es que se prueba que la democracia en sociedades tan desiguales como la mexicana suele propiciar la formación de coaliciones mayoritarias distributivas –que sólo benefician a los incluidos dentro del propio grupo– propensas a minar los mecanismos de control judicial y a los organismos que requieren de legitimidad supra mayoritaria. El triunfo abrumador de Morena, convertido en un monopolio supra mayoritario, puede ponerle fin al sistema de controles y contrapesos del orden constitucional que de manera incipiente se había ido creando y deja en manos de un solo grupo de lealtades el control de cantidades ingentes de rentas.
También ocurrió que el régimen de la transición ha concluido con la derrota contundente de la coalición que pactó la transición en 1996. Finalmente, López Obrador obtuvo su victoria: acabó con el PRIANPRD, los partidos que pactaron la transición democrática, pero no supieron defenderla, ni tuvieron el talento de usar el poder para combatir la escisión económica y social que agravia a la sociedad mexicana, aferrados a sus dogmas anti fiscales y al despropósito de que los bajos salarios eran una ventaja competitiva para la inserción de México en el mercado norteamericano.
Las reformas de los sucesivos presidentes entre 2000 y 2018, algunas fundamentales para la construcción de un auténtico orden democrático, nunca fueron bien defendidas y siempre fueron contestadas desde el proyecto de López Obrador como neoliberales, es decir gringas, es decir, ajenas a la auténtica democracia que late en el corazón del pueblo bueno: la de la asamblea, la de las comunidades, la del apoyo a los caciquillos y liderzuelos a cambio de que les resuelvan problemas o los doten de servicios que les deberían corresponder por derecho. En cambio, los partidos de la transición que se coaligaron nunca pudieron presentar una buena defensa del proyecto que veían amenazado. Sólo clamaron contra el lobo.
López Obrador se empeñó en la recuperación de la Presidencia todopoderosa y minó todo el andamiaje institucional diseñado para controlar al Presidente de la República, nunca suficiente entendido por la mayoría de la sociedad. Ahora sale del Gobierno como el reconstructor del control hegemónico del poder presidencial, renuevo del fundado por Lázaro Cárdenas y consolidado por Miguel Alemán, aunque con un notable retroceso respecto al segundo, pues Alemán logró constreñir el papel político del ejército, mientras López Obrador les ha devuelto protagonismo a los militares
López Obrador deja, sin duda, un tiradero: escombros de la demolición sin ningún cimiento de algo nuevo, sólo varillas oxidadas en las que aspira sostener el segundo piso de su fundación, como ocurre en las casas de los pueblos del campo mexicano o en las colonias pobres.