La crisis que está viviendo el país ha sido calificada de modos diversos: de seguridad, de derechos humanos, de gobernabilidad, de confianza en las instituciones, de legitimidad. Es una crisis política derivada, en buena medida, de la pasividad, el oportunismo y la autocomplacencia de los gobiernos; y es también una crisis humanitaria de repercusiones mundiales. Pero la causa original de esas calificaciones es la corrupción del sistema político mexicano.

No obstante y a pesar de todos los signos de alarma, la clase política sigue actuando conforme al guión habitual: arrojándose culpas recíprocamente y calculando sus pasos y sus declaraciones con toda frialdad —ajena al dolor, la indignación y el miedo que está viviendo el país— confiando, quizás, en que este episodio se diluya en unas semanas como un escándalo más y deseando, acaso, que les reditúe algún beneficio para las elecciones siguientes. La actitud del Presidente me recuerda a la que tuvo De la Madrid tras el terremoto de 1985: se quedó pasmado ante la tragedia y esa falta de autenticidad, corazón y coraje marcó el resto de su sexenio.

De todos modos, el diagnóstico compartido es tan contundente como las gravísimas consecuencias que está provocando: las redes de complicidad entre funcionarios y delincuentes, la incapacidad del sistema de procuración y administración de justicia para hacer valer el derecho, la captura de los puestos públicos como espacios de poder personal y de negocios privados y la morosidad de los poderes públicos para reaccionar con inteligencia ante el hartazgo social, son expresiones de la crisis de responsabilidad pública que está en la base de todas esas derrotas. El problema de fondo es la corrupción.

Si la clase política del país abriera los ojos, comprendería que está obligada —incluso por su propia sobrevivencia— a reaccionar inmediatamente con la dignidad y el coraje que están reclamando las circunstancias. Y no será con golpes de efecto mediático, ya irremediablemente tardíos, como podrá recuperar la confianza que se le está escurriendo como agua. Es indispensable que asuma la dignificación del régimen como prioridad principal y que se tome en serio el combate a la corrupción.

Las decisiones en esta materia no pueden seguir siendo tibias. El gobierno federal conoce las propuestas que han formulado la academia y la sociedad civil para poner en marcha un programa especial de rendición de cuentas y, sin embargo, no ha tenido ninguna reacción; y, por su parte, los partidos ya tomaron nota de la iniciativa que presentó el PAN para construir un sistema nacional anticorrupción —que hace suyos los planteamientos de varias organizaciones sociales— y siguen calculando pérdidas y ganancias para responder al llamado, mientras la indignación social se va acumulando en las calles.

Si hubiera dignidad y coraje entre la clase política, tendrían que acordar públicamente la puesta en acción de ese programa y de ese sistema —o, si prefieren, de algo que los mejore y supere— antes del 15 de noviembre, cuando volverán a repartirse el dinero público para el año siguiente. Sería inaceptable que, en las condiciones actuales, se aprobara el presupuesto para el año electoral del 2015 sin haber respondido al problema de la corrupción que nos ha traído a este escenario ominoso. Ningún otro movimiento político ni, mucho menos ninguna declaración o campaña de prensa podría sustituir la relevancia de ese compromiso.

Aprobar el nuevo reparto de los dineros, junto con un programa y un sistema para atajar a la corrupción y rendir cuentas, le devolverían al país un hálito de esperanza. Y a la clase política, el tanque de oxígeno que le está haciendo falta para ir a las campañas electorales de mitad de sexenio, sin tener que cubrirse la cara por la vergüenza de no haber sido capaces de escuchar la indignación colectiva.

Fuente: El Universal