Son indiscutiblemente ilegales, desafían el estado de derecho de manera violenta y no sólo deben ser evitados sino cancelados de manera definitiva, pero hay algo en los llamados grupos de autodefensa que, a pesar de todo, genera una inevitable corriente de simpatía. Si no sospecháramos sobre sus fuentes de ingreso, sobre el origen de las armas que portan y sobre los propósitos de sus dirigentes, probablemente acabarían convertidos en uno de los símbolos principales de la reivindicación social y popular en estos primeros años del siglo XXI.
Entiendo que no está bien, pero, ¿cómo no sentir una cierta afinidad con quienes deciden jugarse la vida en defensa propia, luego de padecer años de agravios brutales en contra de su familia, de su patrimonio y de sus libertades más elementales, sin que las autoridades hayan conseguido hacer prácticamente nada para evitarlo? Las historias que nos llegan de Michoacán —y de Guerrero, de Tamaulipas, de Sinaloa, de Morelos, de Tabasco, y suma y sigue— no pueden ser más terribles: secuestros y extorsiones todos los días, “derechos de piso” que no sólo exigen pagos fijos para sobrevivir hasta de los negocios más pobres, sino la entrega de mujeres e hijas, asesinatos cada vez más odiosos y corrupción en prácticamente todos los asuntos públicos de aquella entidad. Todo, ante la mirada aterrada e impotente de la gran mayoría de la sociedad y la incompetencia flagrante de los gobiernos.
Por supuesto que no es lo mismo exigir que las autoridades cumplan con su función que recurrir a la justicia por propia mano, pero en el fondo no hay una gran distancia entre el discurso público del doctor Mireles y el “estamos hasta la madre” del poeta Sicilia, ni tampoco de las investigaciones que llevó por su cuenta la señora Miranda de Wallace ni, mucho menos, de los argumentos que en su momento aplaudieron la valentía del subcomandante Marcos. En el imaginario social, lo primero que preocupa de los grupos de autodefensa no es su reivindicación a actuar en defensa propia, sino las dudas sobre la veracidad de esa reivindicación: ¿de veras es la gente del pueblo la que se ha levantado en armas para oponerse a los delincuentes que los han vejado por años, o son los mismos criminales disfrazados de buenas personas en abierta disputa por el botín? ¿Quiénes son los buenos y quiénes los malos en este nuevo giro de la crisis de seguridad pública en México?
Como sea, la constante es la ineficacia y la corrupción del Estado. Incapaz de leer el argumento central de esta nueva trama que reivindica el derecho a la autodefensa, el gobierno de Peña Nieto ha decidido aumentar la dosis que ya nos había recetado el sexenio de Calderón: pasando por encima de toda formalidad constitucional, ha anulado en la práctica los poderes locales y ha retomado la misma estrategia de fuego cruzado que utilizó hasta la náusea su antecesor. Para conjurar la reivindicación de la justicia por propia mano, ha llenado de fuerzas armadas al estado de Michoacán, multiplicando con creces la lógica militar y violenta del sexenio pasado. Pero ahora ya no se trata de contrarrestar a los criminales, sino de apaciguar a toda la sociedad.
Si seguimos por esta ruta —y todo indica que así será— no habrá fiscales, ni tribunales, ni cárceles suficientes para rescatar el derecho. Entre la ineficacia de las leyes y los procedimientos formales, y la inviabilidad de la justicia por propia mano, tiene que haber algo más que fuerzas armadas tomando calles y pueblos. El mensaje detrás de la simpatía que despiertan los grupos de autodefensa es que la gente común y corriente —la gran mayoría— debe contar con algo más que la alternativa entre presentar denuncias inútiles o comprar rifles; y por supuesto, con algo mucho mejor que esperar a que llegue el Ejército a distinguir entre buenos y malos. Esa película ya la vimos y todos sabemos que tiene un final trágico.
Fuente: El Universal