Las causas que han tolerado y auspiciado la corrupción en el país están directamente relacionadas con la captura de los puestos y de los presupuestos públicos y con la desviación de los fines institucionales hacia los privados, plantea Mauricio Merino.

En el documento “Opacidad y Corrupción: las huellas de la captura”, divulgado en el número 26 de los Cuadernos de Transparencia del Instituto Nacional de Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), señala que mientras persistan los mecanismos de captura de los puestos y los presupuestos públicos, la transparencia y el acceso a la información pública no serán antídoto suficiente para modificar las causas originales del problema de la corrupción.

Para el académico del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) Mauricio Merino, el acceso a la información no es la única variable en juego para combatir la corrupción.

Explica que las reformas constitucionales y legales que dieron forma al Sistema Nacional Anticorrupción (SNA) partieron de cuatro observaciones empíricas: 1) la fragmentación de las instituciones dedicadas a combatir la corrupción; 2) la debilidad del régimen disciplinario mexicano; 3) la falta de pesos y contrapesos para evitar desviaciones en los sistemas de control interno, de fiscalización y de sanciones, y 4) la ausencia de inteligencia institucional para detectar y corregir las prácticas sistemáticas de corrupción.

Destaca que mientras se siga creyendo que la corrupción es sólo causa de otros males y no la consecuencia de problemas previos, permanecerá la incapacidad de los ajustes normativos e institucionales para afrontarla.

Trae a colación que la corrupción ha sido definida como el mal uso del poder encomendado para obtener beneficios inapropiados; sin embargo, ese concepto esconde el punto de partida afincado en los tres medios de captura antes citados. Y, además, elude la posibilidad de que la corrupción no sólo sea consecuencia de una desviación legal (el mal uso del poder), sino que se justifique formalmente mediante el supuesto acatamiento de la ley.

Dos formas insuficientes de concebir la corrupción

Asimismo, trae a discusión dos formas de concebir el problema de la corrupción, la individualista y la burocrática.

Refiere que la primera hace énfasis en las cualidades morales de las personas como origen de la corrupción y dice que “el problema no podría resolverse jamás mediante sistemas capaces de inhibir la corrupción, porque en ellos siempre estarán inmersos individuos proclives a corromperse”. Según esta visión, destaca, las vías para combatir la corrupción solamente pasan por la construcción de una cultura colectiva capaz de rechazar y sancionar moralmente a los individuos corruptos y cambiando a los integrantes de las administraciones públicas para llevar a los puestos a “buenas personas”.

Destaca que esa visión individualista tiene el peligro adicional de que la definición de los valores y, con ella, de la “nueva moral” o la “nueva ética” dependerán de la discrecionalidad de quien contará con el poder para clasificar a las personas.

En cuanto a la visión democrática, destaca que pretende atajar el problema actuando sobre sus efectos administrativos. Es decir, cuando el acto corrupto ya se ha verificado y, por lo tanto, cuando la única consecuencia posible es la de castigar a quien haya cometido una falta, intentando que repare el daño causado al ámbito público.

Dice que por supuesto que es necesario castigar los actos de corrupción, pero la visión burocrática remite de manera maniquea a los protocolos establecidos por los procedimientos administrativos como único criterio para identificarlos.

Por ello concluye que a la corrupción entendida como un sistema de captura deben oponerse acciones de combate que modifiquen comportamientos y estructuras y, a la vez, medios de sanción, de transparencia, de alumbramiento de áreas grises y, sobre todo, de seguimiento ciudadano a cada uno de los momentos de la gestión gubernamental.

Fuente: El Economista