Bastó solamente una semana, ya calmados los ánimos del crispamiento político-electoral, para que el Congreso aprobara con una eficacia inusual el esperado paquete de siete leyes secundarias que darán vida al Sistema Nacional Anticorrupción. Tras un año de discusiones, foros y movilización social, se lograron aprobar más de 600 artículos que sientan las bases para la elaboración de una política nacional anticorrupción orientada a combatir abusos y modificar comportamientos discrecionales que dañan  a la sociedad. Quizás tome tiempo terminar de asimilar el significado del cambio y sin duda la implementación de estas leyes, con su correspondiente ajuste en otras normatividades, será el siguiente paso en la agenda pública. Aún así, vale la pena destacar los logros más relevantes como:  i) el fortalecimiento de pesos y contrapesos a través de la coordinación entre instituciones que se ocupan de los ejes rectores de la rendición de cuentas y que actuarán conjuntamente para prevenir, investigar, corregir y sancionar los actos de corrupción;  ii) la participación de ciudadanos independientes de los partidos políticos, seleccionados por un método “blindado” de cuotas y cuates, que presidirán el sistema y participarán formalmente en su funcionamiento con atribuciones específicas; iii) la creación de mecanismos de monitoreo e investigación capaces de generar “inteligencia institucional” para corregir la discrecionalidad en la gestión de los asuntos públicos y detectar las causas que generan los actos de corrupción; iv) la creación de un secretariado técnico robusto, capaz de producir y gestionar información necesaria para evaluar el impacto de la política nacional anticorrupción y emitir recomendaciones de mejora; y v) la existencia de mecanismos jurídicos que permitirán desmantelar redes de corrupción y procesar tanto por la vía administrativa como por la vía penal las conductas y delitos en la materia que suelen quedar impunes en este país.

La reforma anticorrupción es sin duda la más relevante de esta administración. Es también una victoria de la sociedad civil y sin embargo, lo que pudo haber tenido un final feliz se convirtió, desde la madrugada del 14 de junio, en un frente de batalla que desafortunadamente ha opacado la relevancia de lo ganado y ha dejado en el ambiente un cierto sabor amargo. Se trata de la aprobación de dos artículos (el 29 y el 32) de la Ley General de Responsabilidades, mejor conocida como #Ley3de3. En el primero, se  introduce un candado a la publicidad de las declaraciones patrimonial, de intereses y constancia fiscal condicionándola a un concepto tan vago como lo es la no afectación de la vida privada. En el segundo, se incluyó una disposición absurda mediante la cual se obliga a la declaración patrimonial, de intereses y fiscal a personas físicas o morales que reciban y ejerzan recursos públicos o contraten bajo cualquier modalidad con entes públicos además de aquéllas que presten sus servicios o reciban recursos de las personas morales que tengan tratos con el gobierno.  Esto significa que desde un becario CONACYT hasta el Presidente de un grupo empresarial – si acaso se logra delimitar- tendría que hacer su 3de3.  Además de carecer de lógica y viabilidad técnica la banalización de estas herramientas  en realidad nulifican su utilidad. Hasta ahora, cuatro escenarios son posibles:  un grupo de organizaciones sociales y empresariales ha pedido al Presidente Enrique Peña Nieto que ejerza su facultad de veto parcial sobre estos artículos para que pueda corregirle la plana al Congreso. Con esto, el Presidente, hasta ahora ausente del debate anticorrupción, saldría fortalecido. El segundo sería la acción de inconstitucionalidad que podría ser promovida ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación por 42 Senadores o 165 diputados con lo cual se invalidaría la disposición declarada inconstitucional, perdería fuerza la aplicación de la norma absurda y se brindaría la certeza jurídica que se requiere. Un tercer escenario sería remendar desde el  Congreso la recién aprobada ley aunque esto parece difícil concretarse en la abigarrada agenda del periodo extraordinario. Además, hasta ahora sólo se habla del artículo 32 y no del 29. Finalmente, un cuarto escenario sería no hacer nada y dejarlo todo como está con el costo político que esto conlleve. Cualquiera que sea el escenario, es cierto que gracias a estos tropiezos, la exigencia del combate efectivo a la corrupción no se acabará con esta ronda de leyes dejando el ánimo y la agenda abierta para las etapas que vienen.