Con frecuencia olvidamos reflexionar sobre las condiciones que soportan nuestra vida cotidiana. Detengámonos a pensar ¿qué sucedería si no tuviéramos vacunas, antibióticos, computadoras, plásticos, telas sintéticas, celulares o internet? Todas estas maravillas son el resultado de la ciencia y la tecnología. Y cada vez más las sociedades exitosas dependen de su capacidad de generar conocimiento, de aplicarlo y de innovar. En una frase, de insertarse en lo que se ha llamado la sociedad del conocimiento.

Desde hace décadas, la comunidad científica del país ha argumentado que tenemos un rezago severo en este campo. Los indicadores son contundentes. Datos de la OCDE señalan que en 2011 en México el gasto en investigación científica y desarrollo experimental alcanzó un raquítico 0.43 % del PIB, comparado con el promedio de los países de esa organización que fue de 2.37%. El asunto es más grave si lo comparamos con otros países exitosos que son nuestros competidores: Corea del Sur 4.03%, Brasil 1.16 % o China 1.84 %. Otro indicador es la proporción de investigadores por cada mil integrantes de la población económicamente activa. Según la misma fuente, en México tenemos menos de un investigador por cada mil habitantes económicamente activos (0.9), cifra que no sólo está muy por debajo de las de países avanzados, como Alemania, con 7.9, o el Reino Unido, con 8.2, sino de muchos otros, incluso algunos países de América Latina.

El asunto es crítico. No se trata sólo de crecer, sino también de cómo y en qué campos. Si queremos un país capaz de generar un desarrollo económico y social sustentable necesitamos invertir seria y sostenidamente en ciencia y tecnología. Lo contrario es condenarnos al subdesarrollo.

En la materia hay buenas noticias que han pasado relativamente desapercibidas (no implican escándalos ni goles) sobre las que conviene poner atención. El Consejo General de Investigación Científica, Desarrollo Tecnológico e Innovación, presidido como no había sucedido en sexenios anteriores por el presidente Peña Nieto, aprobó el Plan Especial de Ciencia, Tecnología e Innovación (Peciti). En general desconfiamos de los planes, pero este instrumento marca con claridad el rumbo en la materia. Igualmente importante, el secretario de Hacienda reiteró el compromiso del gobierno de llegar en 2018 al 1 % del PIB en inversión en ciencia y tecnología.

Hay otras novedades que son ya acciones en marcha. Se autorizaron 574 plazas —las cátedras Conacyt— para jóvenes investigadores bajo un esquema novedoso que permitió su asignación mediante un riguroso concurso de todas las instituciones de enseñanza e investigación superior del país. Aunque insuficientes para las necesidades, el punto es que por primera vez en décadas se crearon condiciones para un crecimiento de los científicos en el país bajo la conducción del Conacyt.

Otra novedad relevante son las reformas a, entre otras, la Ley de Ciencia y Tecnología para establecer una política de acceso abierto a los resultados de la investigación. El principio es sencillo pero con profundas implicaciones: el conocimiento que se haya generado con recursos públicos será de acceso público. Para ello se creará un repositorio nacional de acceso abierto a los recursos de información científica y tecnológica.

La implementación de estas medidas no será sencillo. Implica el flujo sostenido de recursos y vencer resistencias burocráticas; requiere el apoyo decidido de los políticos y la capacidad de innovación de las comunidades académicas. Lo cierto es que el barco, por años inmóvil, comienza a moverse. La buena nueva: tenemos una nueva visión de la ciencia y tecnología orientada a lograr el salto que necesitamos para alcanzar una economía y una sociedad basada en el conocimiento.

Fuente: El Universal