Ayer volvimos a tener un presidente de la república, militante. Abandonó su convalecencia para protagonizar -en persona y para que no quede ninguna duda- otra andanada contra el Instituto Nacional Electoral.

El contexto es conocido: en diciembre de 2019 se introdujo a la Constitución esa fórmula de participación directa denominada “revocación de mandato”, cuyo objetivo es despojar a un Presidente del cargo si: un número de ciudadanos lo pide con su firma y si, luego, en las urnas, el rechazo es mayoritario. En el primer caso (para pedirla) tres por ciento de la lista nominal; y en el segundo, se exige una participación superior al 40 por ciento en esa misma lista.

Por su lado, la ley respectiva define con claridad que la organización comicial debe desarrollarse en los mismos términos que cualquier otra votación constitucional: mismo alcance y mismos procedimientos. Para ejecutarlo, el INE pidió los recursos que son la base de una operación nacional (3.8 mil millones de pesos) pero esta solicitud le fue negada por la Cámara de Diputados, decisión respaldada inmediatamente por el presidente López Obrador.

Y allí entramos al teatro del absurdo: los más fervorosos simpatizantes del presidente, promueven un ejercicio para su revocación. Y de paso, le niegan al organizador el presupuesto para hacerlo. Un enredo extralógico que nos ha metido en un pasaje confuso y destructivo.

Como institución del Estado, seriamente, el INE hizo ajustes a su presupuesto en tres ocasiones y propició una compresión de sus programas institucionales y sus gastos por más de 1.5 mil millones de pesos; ha reducido el costo del ejercicio, modificando procedimientos y actividades, y simultáneamente, ha realizado una por una, todas las actividades que conducen a ese nueva forma de participación.

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