El fantasma real, el que se aparece por todos los rincones, es el de la ingobernabilidad con parches populistas autocráticos sin capacidad real de consolidación.

No, no es el fantasma del comunismo, a pesar de que no falta quien siga creyendo que el problema es el castrochavismo. A pesar de los delirios de una parte de la izquierda latinoamericana y de los evidentes devaneos de una parte de la coalición lopezobradorista con las distopias cubana, venezolana o, peor aún, nicaragüense, el fracaso del comunismo y sus derivaciones bolivariana o sandinista es tan evidente que no hay posibilidad alguna de una deriva en ese sentido en ningún otro país de la región. 

El fantasma real, el que se aparece por todos los rincones, es el de la ingobernabilidad con parches populistas autocráticos sin capacidad real de consolidación. No tiene sentido diferenciar entre populismos de derecha o izquierda, porque a final de cuentas todos los populismos son reaccionarios, cargados de puritanismo y esencialismo, como cualquier analista sereno puede advertir al contrastar a personajes pretendidamente antitéticos, pero extraordinariamente parecidos, como Bolsonaro o López Obrador. El problema de fondo es que la democracia en América Latina parece haber fracasado una vez más.

A donde se voltee en el subcontinente, la democracia está fracturada, hasta ahora con la única excepción de Uruguay. Incluso la democracia más arraigada, la costarricense, se deteriora rápidamente ante el avance populista. Y qué decir de Chile, país al que muchos veíamos como el primero de la región que daría el paso de ser un Estado natural a convertirse en un orden social de acceso abierto, con capacidad para aprovechar las ventajas del cambio tecnológico y de la mundialización del comercio. Después del desastre de su experimento constituyente, abortado por la polarización y las veleidades del electorado, parece a punto de quedar en manos de un demagogo de la estirpe de Trump.

Lo del Ecuador es un episodio más del conflicto reiterado entre Ejecutivo y Legislativo que ha marcado la malhadada historia latinoamericana desde el nacimiento de las repúblicas. Lasso ha cerrado el Congreso para evitar la suerte de una larga lista de presidentes ecuatorianos que han sido destituidos por el Legislativo en las últimas cuatro décadas, después de la restauración democrática.

Lo mismo intentó el pobre de Pedro Castillo, tan ingenuo y torpe; ahí el Congreso resistió y las fuerzas armadas no siguieron al Presidente, pero el batiburrillo político en el que vive Perú no parece tener pronta solución. En ambos casos, el problema es de diseño institucional: un presidencialismo contrahecho, donde el Congreso tiene gran poder, pero no ha terminado de decapitar al rey.

En Ecuador se corre un serio riesgo de que la crisis reviva al líder populista que parecía periclitado, Rafael Correa, mientras que en Perú el vacío parece abismal, pero en cualquier momento puede surgir el líder iluminado que se presente como salvador de la Patria, frente al desorden de unos políticos incapaces de comportarse y gobernar con base en acuerdos amplios.

En Colombia, Gustavo Petro se muestra limitado, lastrado por sus creencias ideológicas y sin mucha idea de cómo continuar en el proceso de institucionalización que, a trancas y barrancas, ha vivido el país desde la aprobación de la Constitución de 1991. También ahí la polarización pone en riesgo la consolidación de una democracia constitucional efectiva. El Salvador apuesta por un salvador iluminado que, con mano de hierro y sin miramientos por los derechos humanos, pretende imponerse sobre las bandas de bandidos que atenazan a la sociedad. 

El hecho es que después del espejismo democrático de las dos últimas décadas del siglo XX, cuando parecía que, por fin, después de casi dos siglos de fracasos democráticos y episodios de caudillismo autocrático, en América Latina se consolidarían arreglos institucionales pluralistas y constitucionales, que permitieran concretar la eterna promesa de desarrollo y la prosperidad, hoy América Latina parece tan entrampada como siempre y su capacidad de generar bienestar para la mayoría de su población, y no sólo riquezas obscenas para sus oligarquías, es tan ilusoria como cuando nacieron los países desprendidos de los decadentes imperios español y portugués.

La ausencia de líderes con talla de estadistas, la pertinacia de unas elites depredadoras y de unas clases políticas patrimonialistas y ávidas por capturar rentas han hecho fracasar una y otra vez los experimentos democráticos y han condenado a nuestros países a la mediocridad en cuanto a desarrollo económico y social. Hoy América Latina es la región más desigual del mundo, con menos expectativas de crecimiento y con un aumento exponencial de la violencia que anuncia años turbulentos.

Los tiempos por venir se ven turbios en Estados fallidos o muy fallones, con competidores armados enriquecidos por los mercados clandestinos de las drogas y el tráfico de personas, con un empresariado económico que se acomoda bien con el autoritarismo, siempre y cuando les brinde protecciones y privilegios y con sociedades escindidas por la pobreza, la discriminación y la desigualdad, mientras el cambio climático va concretando su amenaza apocalíptica.

En ese escenario regional, México dirimirá la sucesión de López Obrador. Hasta ahora nada permite esperar que, después de la demolición de los acuerdos institucionales construidos con dificultad en el último cuarto de siglo, el país pueda reconstruirse entre los escombros dejados por el mal Gobierno y el capricho del gran líder. Sólo las Fuerzas Armadas parecen llenar el vacío, dispuestas a reconstruir los pactos de protección con las organizaciones criminales. Lo peor puede estar aún por venir.
Fuente: Sin Embargo