“El éxito político del Presidente se logró a costa de la mejora de la educación”.
Salió el resultado del octavo informe PISA, el examen estandarizado promovido por la OCDE y que en esta ocasión aplicado a estudiantes de 15 y 16 años de 81 países para medir sus competencias en matemáticas, lectura y comprensión científica. Una vez más, el desempeño de México es lamentable, pues entre los países integrantes de la OCDE solo queda por arriba de Costa Rica y Colombia, 79 puntos abajo del promedio en matemáticas, 60 en lectura y 75 en ciencias. Pero lo más grave es que los resultados muestran un terrible retroceso respecto a las pruebas anteriores, pues se perdieron los pequeños avances que había mostrado el sistema educativo mexicano durante las dos últimas décadas.
Por supuesto, al actual gobierno el desempeño catastrófico de los estudiantes mexicanos lo tiene sin cuidado. La prueba se aplicó en esta ocasión con reticencias, pues es considerada un instrumento neoliberal por los ideólogos de la Nueva Escuela Mexicana, ese engendro pergeñado por el inefable Marx Arriaga, impulsor de una utopía reaccionaria que, como bien ha señalado Gilberto Guevara Niebla, mitifica a las comunidades y renuncia a una enseñanza que dote a las niñas y niños de habilidades para enfrentar los retos del mundo real, en el que deberán ganarse la vida, en un entorno donde el desarrollo tecnológico va a determinar la supervivencia de los países, por más que el Presidente y su ideólogo educativo se empeñen en ensoñaciones bucólicas.
Es verdad que el retroceso es generalizado en todos los países que aplicaron la prueba. El efecto de la pandemia fue devastador para la educación en todo el mundo, pero el bajón de México es escandaloso y muestra el desdén de este gobierno por una enseñanza de calidad, término que fue eliminado de la Constitución con la contrarreforma de 2019, cuando se renunció a contar con un sistema nacional de evaluación educativa y se le regresó el control de la carrera magisterial al sindicalismo corporativo y corrupto, a cambio de su apaciguamiento político.
López Obrador supo aprovechar, desde su campaña presidencial iniciada hace una década, el malestar docente con una reforma que falló a la hora de involucrar a quienes tendrían que impulsarla. Tanto el SNTE como la CNTE lograron que sus huestes temieran el cambio de incentivos que la reforma de 2013 promovía.
La mayoría de los maestros, acostumbrados a que fueran la disciplina y la lealtad sindical las virtudes premiadas, no valoraron la autonomía que la creación de una carrera docente basada en el buen desempeño en el aula les proporcionaría, Además, una legislación secundaria mal hecha, que establecía un sistema de evaluación amenazante, en lugar de un sistema promocional con estímulos salariales atractivos y sin consecuencias negativas, hizo que ola reforma naciera sin la legitimidad necesaria para institucionalizarse.
López Obrador entendió que ofrecer la reversión de lo que llamó hasta el hartazgo “la mal llamada reforma educativa” le proporcionaría una cantidad ingente de votos de maestras y maestros descontentos, además de que le garantizaría la gobernabilidad del sistema educativo, sin las constantes protestas, paros y movilizaciones cuasi insurreccionales de la CNTE. La jugada le ha funcionado, pues aun cuando el otro día un grupo de la CNTE le salió al paso, durante este sexenio no se han repetido los desmanes que paralizaron las escuelas en Oaxaca, Chiapas o Michoacán durante el gobierno de Peña Nieto.
El éxito político del Presidente se logró a costa de la mejora de la educación. Azuzado, además, por un grupo de pretendidos expertos en pedagogías alternativas, desdeño por neoliberal todo el proyecto de crear un sistema educativo orientado a las competencias de los alumnos, pues el término le sonaba a que de lo que se trataba era de competir y eso de competir es individualista y egoísta. Así, puso la Secretaria de Educación Pública en manos ineptas y apoyó el despropósito de transformar la escuela mexicana para hacerla una suerte de Calmécac redivivo.
Por si fuera poco, desde el principio del gobierno el Presidente mostró su desprecio por la educación de la manera más contundente: en lugar de invertir para mejorar el desempeño del sistema, dejó sin presupuesto a todos los programas que habían dado algún resultado, no invirtió nada en mejora profesional de los docentes y eliminó las iniciativas desarrolladas en administraciones anteriores para modernizar al sistema educativo, como las escuelas de tiempo completo.
Y entonces llegó la pandemia, con el cierre de las escuelas y el sistema educativo sin la suficiente capacidad tecnológica para enfrentar la necesidad de la enseñanza a distancia, en una sociedad sin el suficiente acceso a las tecnologías de la información necesarias para paliar la suspensión de clases presenciales. Las clases por televisión fueron una mera simulación y en la práctica los niños se quedaron sin clases. El gobierno simplemente miró para otro lado.
Así, a la tragedia de las 700 mil muertes provocadas por el pésimo manejo sanitario, se suma la tragedia de una generación peor preparada que sus antecesoras lo que en el mediano plazo tendrá un impacto catastrófico sobre el desempeño económico y la convivencia social, ya de por sí tremendamente deteriorada. Una generación formada en fantasías comunitaristas, pero sin capacidades de comprensión lectora, sin habilidades matemáticas y, lo que es peor, formada en mitos y tradiciones, en lugar de comprender el conocimiento científico cuando más falta haga, ante la crisis climática que ya nos ha alcanzado.
Los peores legados del gobierno de Andrés Manuel López Obrador serán, no me cabe duda, la militarización y la criminal agudización de la catástrofe educativa que vive México desde hace décadas.