Las voces que se han venido sumando a la propuesta de abstenerse de votar en las elecciones del 7 de junio son muy variadas y muy potentes. Ninguna de ellas carece de argumentos y algunas han aportado, además, ideas razonables para subrayar el mensaje de hartazgo hacia buena parte de nuestra clase política. De hecho, aunque ese movimiento social ya es tangible, es una lástima que sus iniciativas sean tan dispares como para confluir en un proyecto común, capaz de convertir el desencanto en una acción positiva y pacífica en contra de la impunidad y la corrupción: las dos caras de la misma moneda de origen.
Con todo, descarto por mi parte la propuesta de la abstención. Aunque es verdad que el régimen de partidos que emergió de la transición democrática ha acumulado saldos enormes y todos —a izquierda y derecha, nuevos y viejos, grandes y chicos— tienen prácticas clientelares más o menos sofisticadas, también es cierto que el propósito de la elección del 7 de junio es integrar la Cámara de Diputados y que ganará más curules el partido que consiga más votos. Aunque el movimiento que llama a la abstención tuviera un éxito indiscutible y rotundo, aquella ecuación seguiría intacta: aunque fuera por un puñado de votos, el partido que tenga el puñado más grande contará con más diputados por los siguientes tres años.
En el extremo, estaríamos ante la competencia entre el voto movilizado por los aparatos de los partidos —suponiendo que no hubiera nadie que sufragara por convicción personal— y la abstención convocada por la conciencia. Pero esa competencia es injusta y absurda en sus resultados, pues aunque el rechazo a las elecciones fuera monumental, la movilización promovida por los partidos acabará integrando de todos modos la Cámara de Diputados. Una fórmula que nos llevaría al peor de los mundos: la convicción derrotada de antemano por los aparatos políticos y éstos representados felizmente en el espacio legislativo.
Si el movimiento que promueve la abstención tuviera un resultado tangible y verificable, capaz de contrarrestar el reparto de curules entre partidos, mi argumento se vendría abajo. Pero hasta la fecha, la abstención no genera ningún efecto institucional por sí misma y ni siquiera es posible diferenciar cuánta gente se abstiene por convicción y cuánta, simplemente, porque la participación política le importa un comino. De modo que, en la práctica, dejar de votar equivale a cederle la plaza a las prácticas clientelares.
Por otra parte, lo que se juega en las elecciones del 7 de junio es la posibilidad de que el Presidente tenga, o no, el respaldo de la mayoría de los diputados. Si los militantes y los aparatos políticos del PRI y del Verde consiguen más votos que el resto, el Presidente habrá acumulado más poder para gobernar durante la segunda parte de su sexenio. No es evidente que la abstención favorezca solamente a los partidos que respaldan al Presidente —la pluralidad ha inyectado otras variables al juego, como bien advierte Javier Aparicio—, pero si lo que se quiere es evitar esa acumulación de poder, la abstención no contribuirá en absoluto a ese propósito. En el mejor de los casos, le habrá dejado la tarea a los partidos de oposición.
Las elecciones intermedias suelen ser vistas como una suerte de referéndum a la gestión del gobierno. En este sentido, quienes estén conformes con su desempeño y quieran apoyarlo —por buenas o malas razones— saldrán a votar por el PRI o por el Verde, haciendo caso omiso de los argumentos que convocan a la abstención. En cambio, todos los demás fraccionarán el sufragio o se quedarán en su casa. Pero al final habrá un solo resultado que nos afectará a todos por tres años: más diputados alineados a las órdenes de Los Pinos o un refrendo de la pluralidad partidaria. Así de simple, con muchos o con muy pocos votos.
Fuente: El Universal