Hace unos meses, México era visto desde el mirador internacional como un país con un enorme potencial. El crecimiento de 3.8% de la economía en 2012, la estabilidad lograda y la ambiciosa agenda reformista anunciada por el Presidente Enrique Peña Nieto, habían armado la nueva fotografía del País: estábamos ante el “mexican moment”.

A un año de gobierno, las perspectivas han cambiado. La participación de la izquierda en el Pacto por México hace agua, las expectativas de crecimiento se han ajustado a la baja, la reforma hacendaria está basada en el déficit y un supuesto redistributivo aún poco transparente. Las condiciones del bono de la alternancia no son las mismas y sin embargo algunos avances se lograron con el consenso inicial de los tres partidos con mayor representación en el Congreso: la reforma en telecomunicaciones, la reforma constitucional en transparencia -que ahora será sometida a la votación de los Congresos locales- y la reforma educativa que sin ser tan ambiciosa como se exigía en algo modificó la relación corporativa con los maestros.

En la ruta de las reformas pendientes, se anuncian dos que podrían concretarse sin los consensos tripartitas: la energética y la político-electoral. Esta última, políticamente condicionada a la primera, aborda algunos aspectos que sin resolver el problema de fondo, podrían abonar a la generación de un sistema de rendición de cuentas. Para ello se requiere integrar las piezas faltantes del sistema, algunas de las cuales no están esbozadas. Estos son: la reelección legislativa consecutiva hasta por 12 años (el voto como mecanismo de evaluación de la gestión pública por parte de la ciudadanía) y la reelección de ayuntamientos. Esto bajo el supuesto de que habría una mayor fiscalización de los recursos de los partidos políticos y mayor información oportuna y de calidad a la ciudadanía para evitar mayor inversión en el clientelismo electoral. También se menciona la autonomía constitucional del órgano encargado de la evaluación de la política social del País: el CONEVAL. Su composición sería formada a propuesta de los centros universitarios y no a propuesta del Presidente de la República. Por otro lado, se propone la transición del Ministerio Público a un órgano público autónomo el cual sería presidido por un Fiscal General de la República. La designación de éste estaría a cargo del Senado y no del Presidente de la República. Esta Fiscalía tendría además bajo su mando una Fiscalía especializada en materia de delitos electorales y otra de combate a la corrupción que serían removidos y nombrados por el Fiscal General. Todos estos cambios pueden ir en la dirección correcta si se adicionan y vinculan a otros que garanticen: un sistema de responsabilidades  por parte de los funcionarios públicos con un sistema profesional de carrera perfeccionado, un sistema de monitoreo y evaluación nacional vinculado al sistema nacional de fiscalización y un sistema nacional de información y archivos que garanticen a la ciudadanía el acceso a datos relevantes, accesibles, confiables y consistentes que permitan conocer tanto el estado que guarda la administración y el gasto público como el por qué de la toma de ciertas decisiones. Si estos cambios se concretan o si al menos se establece la ruta para que se logren el “Mexican moment” podría trascender la coyuntura de la legitimidad política para aterrizar en cambios de fondo exigidos y necesitados por México.