“Lo único que se conoce del futuro es la esperanza”. Leo este aforismo y dudo: no es cierto, lo único que realmente conocemos son los temores que vienen del pasado. Es decir, la experiencia que nos alerta sobre las dificultades que podríamos enfrentar y que, eventualmente, nos informa también sobre las posibilidades de vencerlas. Así que propongo esta nueva redacción: la esperanza de obtener un mejor futuro depende de nuestra memoria y de nuestra capacidad para corregir los errores del pasado. En este sentido, la esperanza no existe sin conciencia y sin acción.
Entiendo que hay una filosofía que se opone a este criterio. Alguna vez me cayó en las manos un texto de André Comte-Sponville que proponía la renuncia a la esperanza como condición de la felicidad. Decía que es más feliz quien se conforma con lo que ya tiene y ya conoce, pues no espera nada por venir. Esa filosofía ofrece el territorio de la pasividad no sólo satisfecha sino incluso agradecida para eludir la frustración, que es el opuesto negativo de la esperanza viva. Una posición que coincide con una buena parte de la teología de distintas religiones, que proponen depositar toda la confianza en Dios para conducir el futuro, y nada más. Filosofía que circula también en libros de autoayuda —no hace mucho me obsequiaron ¡Me Vale Madres!, escrito por Dayal— que aplauden con alegría los partidarios del statu quo y élites de las religiones y el poder. En este punto no se equivocaba el olvidado Marx al calificar a las religiones como el opio de los pueblos: una droga que aquieta a quienes la consumen, como la mariguana.

Por mi parte, prefiero creer que “mientras hay vida hay esperanza”; es decir, voluntad para enfrentar los errores del pasado desde la experiencia y para admitir que la verdadera razón para seguir tirando hacia adelante —como dirían los españoles— es asumir esa esperanza a conciencia. De modo que si este año 2013 ha de ser motivo de esperanza, no será por la conformidad con lo que ya tenemos sino por las ganas y el impulso de cambiarlo. “El hombre sólo se arrepiente de lo que no hizo”, escribió Óscar Wilde. Así que tampoco es cierto que la quietud y la pasividad sean motivo de contento. Y aunque provengan de la misma fuente, prefiero mil veces la desesperación a la desesperanza.

Con todo, reconozco que también la esperanza tiene límites. Entre algunos políticos de México circula otro aforismo: “yo no soy iluso — dicen— porque no albergo ilusiones”; que es como decir, en mexicano: “entiendo dónde estoy parado; no soy ningún pendejo”. Una declaración de conciencia sobre las restricciones que deben afrontarse para modificar las circustancias, sin desconocerlas. O dicho de otro modo, un reconocimiento explícito de las verdaderas posibilidades de cambiar las cosas a partir de los medios disponibles. Desde los más poderosos, cuyas decisiones afectan la estabilidad y calidad de vida en todo el mundo —como los políticos republicanos estadounidenses, que en nombre de sus intereses han sacrificado a millones de personas, porque están en condiciones de lograrlo—, hasta la modesta filosofía planteada por Quino en su Mafalda, según la cual: “una hormiga no puede detener una locomotora, pero puede llenar de ronchas al maquinista”.

Lo que resulta más difícil es que las esperanzas de millones de personas resulten convergentes. He ahí una verdadera ilusión, que se ha vuelto más inalcanzable en la medida en que ha evolucionado el mundo líquido —como le ha llamado Bauman—, que hace que las acuosas expectativas de los individuos se escurran entre las manos de países e instituciones internacionales. Sin embargo, contamos con algunas palabras para nombrar esperanzas colectivas; entre ellas, están la paz, democracia, igualdad, solidaridad y responsabilidad. No son mucho más que eso: esperanzas. Pero tienen la virtud de poner en movimiento la memoria y la acción de muchos.

Al comenzar el 2013 convendría tener presente ese puñado de palabras que nombran algunos de los motivos por los que vale la pena convivir con los demás e imaginar que es posible ir corrigiendo los errores que nos han impedido convertirlas en cosa cotidiana o que nos acerquen a ellas en vez de alejarnos más. Ya que nos ha invadido el espíritu de cambio y renovación, propongo que elijamos deliberadamente la impronta que nos ofrece el nuevo ciclo que anunciaron los astrólogos del mundo maya, en lugar de resignarnos a la propaganda del nuevo ciclo tricolor. Seamos felices, pues la esperanza muere al último.

Publicado en El Universal