Por: María Amparo Casar

Son muchos los aciertos de la Ley General de Transparencia que está por aprobarse. Aunque con retraso y algunos calambres por los intentos regresivos, el producto final es más que positivo. Hay que reconocerlo: los legisladores fueron sensibles a la mayor parte de los diez puntos planteados por el propio IFAI y por organizaciones de la sociedad civil que hace años vienen trabajando para tener una ley de vanguardia.

La nueva ley estipula cuándo se puede reservar información y cuándo debe darse a conocer a través de las pruebas de daño y de interés público. Habrá acceso a información relacionada con violaciones a derechos humanos y delitos de lesa humanidad sin que la decisión tenga que ser avalada antes por otra autoridad. Se avanzó en el establecimiento de parámetros específicos para restringir el derecho de acceso a la información y así evitar la discrecionalidad o la reserva de un amplio número de documentos. Quedó explícita la superioridad jerárquica de la ley sobre otros ordenamientos jurídicos. No habrá sanciones, como se pretendía, para los comisionados que entreguen información como producto de una resolución.

Una omisión grave fue la no inclusión de la obligación de hacer públicas las declaraciones patrimoniales y de intereses aunque los legisladores prometen incluirla en la Ley de Responsabilidades de Servidores Públicos. Ojalá cumplan su palabra y lo hagan con celeridad. El descrédito sólo se remonta a través de acciones. Por su parte, una de las torpezas más grandes fue que los senadores se autootorgaran cinco meses para “poner la casa en orden”, o sea, ¡para empezar a cumplir con las nuevas reglas de transparencia!

Omisiones y torpezas aparte, son los retos prácticos los que debieran preocuparnos. El primero es meter al aro de la transparencia a los estados. No se trata únicamente de suprimir los obstáculos de las leyes estatales y de impedir que los gobernadores capturen a los institutos locales. Esta situación podrá revertirse porque se ha obligado a la unificación de criterios con validez en todos los órdenes de gobierno y el IFAI es ya un órgano de jurisdicción nacional facultado para conocer de recursos de revisión de las resoluciones de los institutos locales. Con ello se iguala el derecho a la información a todos los ciudadanos, independientemente de su lugar de residencia.

De más difícil resolución es la baja capacidad que los Institutos tienen para cumplir con sus funciones. La Métrica de Transparencia 2014 (CIDE) pinta un panorama ominoso con respecto a la situación que guarda la información pública en las entidades federativas: institutos con recursos limitados para cumplir con sus funciones, capital humano que no es el adecuado, áreas de capacitación relegadas y rezagos tecnológicos.

El segundo reto es el uso que se haga de la ley. Lo expresó claramente Javier Solórzano: “Aprobada la ley, la pelota está en la cancha de los ciudadanos”. El derecho a la información y el formidable instrumento que se ha puesto en nuestras manos se ha subutilizado, a pesar de que algunas organizaciones sociales y think tanks han mostrado su gran potencial. Ahí está Transparencia Mexicana, que construyó e hizo pública una base de datos sobre los programas sociales y su padrón de beneficiarios; el Imco, que gracias a su labor en pro de la transparencia montó un programa como Mejora tu Escuela que ya llega a más de seis millones de visitas; Mexicanos Primero que ha exhibido la realidad educativa del país y las causas de su quebranto; Causa en Común que develó el desvío de recursos asignados para los programas de mejora policial en los estados; CIDAC, que dio cuenta de la simulación del Nuevo Sistema de Justicia Penal en el Edomex; o México Evalúa, que nos ha regalado una Plataforma de Transparencia de Proyectos de Inversión para conocer las irregularidades del gasto federalizado que llevan a cabo los estados y municipios.

El tercer reto es el de la voluntad de los sujetos obligados, sin la cual las bondades de la ley se pueden ir por la borda, ya sea por la vía del litigio o simplemente por la del incumplimiento. Van un par de ejemplos. Hace unos días supimos de un crédito por más de mil 300 millones que Banorte adjudicó a una filial del famoso grupo Higa. El periódico Reforma hizo la petición de información, pero se le indicó que estaba reservada “por ser propia de operaciones de un fideicomiso, a lo cual se denomina secreto fiduciario”. Otro más. Al gobierno de Miguel Ángel Mancera se le solicitó informar cuántos recursos había generado la Supervía Poniente desde que comenzó a operar y cuántos vehículos habían transitado. La contestación fue que la información quedaba reservada, ya que los datos eran relativos “al patrimonio de una persona moral de derecho privado”. Sin información como la solicitada no se pueden evaluar ni el gasto ni las políticas públicas.

La ley siempre tendrá agujeros y, frente a un poderoso funcionario dispuesto a cubrir sus actos o los de su equipo, siempre habrá la manera de hacerlo. Por eso, una buena ley deberá estar acompañada de un buen gobernante.

                *Investigador del CIDE

                amparo.casar@gmail.com

                Twitter: @amparocasar

Fuente: Excélsior