El extraño caso de los 12. Mejor título no podría encontrar una novela por entregas, como la que vamos leyendo los chilangos por estos días. A Conan Doyle no se le habría ocurrido una trama tan inverosímil y probablemente al detective Holmes le habrían saltado todos los resortes de su bien calibrado cerebro frente a un asunto tan absolutamente peculiar.

 La trama empieza en un antro que cierra a la hora en que la mayoría está haciendo la digestión del desayuno. En el escenario, la luna no se oculta tras las oscuras nubes, tampoco corre un viento gélido y no hay tormenta eléctrica porque es mayo. Mientras un sol luminoso va calentando el asfalto, 12 personas se evaporan sin dejar rastro. Dice la autoridad que no hay señales de violencia en el lugar donde se les vio por última vez; un antro que, en buen castellano, llevaría por nombre “El Paraíso, después.”

Al tiempo que tan extraño evento sucedía, al menos 200 policías vigilaban los alrededores, 27 mil mujeres competían a las carreras y cientos de ciclistas domingueaban a unas pocas cuadras.

La autoridad sugiere (filtra) que las víctimas fueron secuestradas en tres camionetas último modelo y luego niega (retira la filtración) y dice que no está segura de esta información.

Respetando el derecho a la protección de los datos personales que merecen todas las víctimas del delito, la autoridad comparte con la opinión pública la identidad de algunos secuestrados. La revelación haría salivar a don Sherlock: el padre del más joven de los desaparecidos está en la cárcel y sólo por azar lleva por apodo El Tanque. Otros dos muchachos cuentan, al parecer, con antecedentes penales y podrían estar ligados a una pandilla de narcomenudistas.

No es nuevo que nuestra policía criminalice la biografía de las víctimas de un delito para eludir su responsabilidad. Lo diferente en esta ocasión es que los familiares decidan cerrar avenidas y manifestarse por la negligencia de los gobernantes. Si los evanescentes jóvenes eran miembros de alguna pandilla dedicada a actividades ilegales, se explica mal que sus madres, hermanas, esposas, y demás parentela, hayan decidido atraer tanta atención sobre el caso.

No es elemental, diría el querido Watson. Si, a la postre, como algunos han querido sugerir, este secuestro tuviera que ver con un ajuste de cuentas entre bandas criminales, no se comprende la ruidosa defensa que, desde la entraña más feroz del barrio de Tepito, se está haciendo de sus vecinos.

Bien harían los gobernantes de la ciudad en acordarse de Felipe Calderón y su gran error cuando los muertos de Villas de Salvarcar, en Ciudad Juárez. Aquellos jóvenes asesinados que el entonces presidente juzgó de criminales antes de contar con elementos para arrojar tan equivocada afirmación.

Miguel Ángel Mancera asegura que la desaparición de los jóvenes tepiteños es “sólo un hecho focalizado” y dice que la ciudad capital tiene garantizada su seguridad. Seguramente Holmes habría encendido su pipa al escucharlo. Si en una ciudad pueden vaporizarse 12 personas, a plena luz del día, ante los ojos de 200 policías y casi 30 mil deportistas, no hay nada que, en la realidad, pueda garantizarse.

La ciudad de México ganó fama de pacífica, durante los últimos siete años, mientras el país se ha visto flagelado por una ola de violencia. La población más grande y compleja se hizo más segura que la mayoría de sus hermanas. Un paraíso muy distante del resto de los infiernos. Desde Nuevo León y Tamaulipas, desde Culiacán y Saltillo, desde Acapulco y Morelia, los padres mandaron a sus hijas a estudiar a la capital porque el Distrito Federal las sabía proteger.

El temor hoy tiene fundamento: acaso el paraíso ha dejado de ser lo que era. ¿Y si este episodio fuese el primero de una larga serie? ¿Y si los humores históricos del barrio de Tepito decidieran vengar a sus desaparecidos? ¿Y si los arreglos que han permitido la paz en esta ciudad estuviesen sostenidos por alfileres? ¿Y si la autoridad, torpe para filtrar, inepta para comunicar y rápida para juzgar, no logra que lo ocurrido se quede como un hecho aislado?

Con tantas preguntas abiertas, bien harían los responsables de la seguridad en contratar al mejor de los inspectores de la literatura policiaca para resolver el muy extraño caso de los 12. De lo contrario, no sólo los familiares de las víctimas sino el resto de los chilangos vamos a desesperar.