La disciplina de su partido y su propio apego al guión diseñado desde el principio, aligeraron los primeros tramos de Peña Nieto en su carrera por la Presidencia. Pero de aquí en adelante cada nuevo paso le será cada día más difícil, más costoso, más pesado. Tras las elecciones del 1 de julio se acabaron para él los días felices en que tuvo los mandos bajo su control, las agendas previstas y trabajadas con suficiente antelación, el apoyo de los medios masivos y la lealtad férrea de sus partidarios. Ahora tendrá que pagar todas las facturas — que deben ser muchas y muy caras—, enfrentar la ira de sus enemigos y tratar de levantar el tiradero que fue dejando en el camino.

Es verdad que el plan que le llevó a ganar las elecciones fue eficaz. Sorteó con éxito la modesta oposición que en su momento le presentó Beltrones en la disputa por la candidatura, construyó una imagen de éxito impecable en los principales noticieros de la televisión, obtuvo el respaldo público de los gobernadores, de los sindicatos y de los movimientos que se agrupan en el PRI, logró colocar a un amigo leal en el gobierno del Estado de México y comenzó a hacer proselitismo —simulando que hacía gobierno— mucho antes que sus adversarios, y durante la campaña electoral no se movió un milímetro de la zona de seguridad en la que lo situó su aparato partidario ni arriesgó jamás la estrategia diseñada. Las situaciones que lo pusieron en aprietos y le hicieron mostrar sus deficiencias —como ocurrió en la FIL de Guadalajara o en la Ibero— le quitaron puntos, pero no tantos como para abandonar el guión.

Hoy parece ya imposible que cambie el resultado. Concluida la tarea del IFE, lo que sigue estará en manos del Tribunal Electoral, quien no sólo tendría que decidir si hubo “irregularidades graves, plenamente acreditadas y no reparables durante la jornada electoral (…) que, en forma evidente, pongan en duda la certeza de la votación y sean determinantes para el resultado de la misma” (Artículo 75 de la Ley de Medios de Impugnación), sino que éstas “se acrediten en por lo menos el 25% de las casillas instaladas en el territorio nacional” (Artículo 77 bis). Esto significa que el Movimiento Progresista tendría que probar, caso por caso — con nombres propios y evidencias duras—, que los votos fueron alterados en no menos de 36 mil casillas y que en ellas se modificaron así los resultados que favorecían a López Obrador. De lo contrario, el Trife no se moverá.

No obstante, Peña Nieto tendrá que afrontar los costos de la otra vía abierta para investigar la veracidad y la magnitud de los delitos que se imputan a su equipo durante la jornada electoral, pues según el Código Penal Federal comete un crimen quien “solicite votos por paga, dádiva, promesa de dinero u otra recompensa durante las campañas electorales o la jornada electoral” (Artículo 403). Pero en este caso, la investigación no le corresponde al Trife, sino a la PGR; es decir, al gobierno de Felipe Calderón, quien ya ha declarado con vehemencia que la compra de los votos no debería quedar impune —como exigiéndose a sí mismo el cumplimiento de la ley—, mientras que el efecto que tendría esa investigación ya no sería electoral sino penal. Es decir, algunas personas podrían —y deberían— ir a la cárcel pero Peña Nieto seguiría siendo el candidato electo.

Lo que ninguna ley protege es la cuesta arriba que tendrá que remontar para llegar hasta Los Pinos y para comenzar a gobernar, con la izquierda en pie de guerra, con la animadversión del Presidente, con la legitimidad maltrecha y con una larga lista de favores por honrar. Si Peña Nieto intentara seguir montado en un guión prefabricado con la idea de la eficacia que ha mostrado hasta la fecha —obtener el resultado como sea, aunque todo se rompa en el camino y los costos sean altísimos—, difícilmente podrá dar cinco pasos más sin crear conflictos cada vez más grandes. ¿Habrá algún zorro detrás del elefante?