Sencillote como es, hace doce años, el ex Presidente Fox, creyó ver en el principio de su gobierno una varita mágica, un antídoto simple contra la corrupción, una manera de prestigiar a su gobierno en el concierto mundial y sobre todo, una marca indeleble que a no dudarlo, lo distinguiría de los gobiernos priistas. La transparencia sonaba, era buena, ofrecía resultados y dividendos inmediatos.

Supo luego (el mismo Presidente Fox) que todo sería más abigarrado, pues la transparencia a parte de erigirse en un nuevo fardo de trabajo para la burocracia nacional –una ley completa que cumplir, nuevos trámites, controversias, fastidiosos comités, obligación de ordenar archivos, tercos Comisionados que disuadir y convencer, etcétera- constituía además, toda una nueva arena de acomodo de las relaciones políticas en el país.

En efecto: la transparencia se volvió un reclamo y una fuente de tensión no sólo entre el ciudadano ideal, sino también entre poderes, medios de comunicación, organizaciones, partidos y niveles de gobierno. La transparencia se convirtió en instrumento de lucha, denuncia y exigencia mutua. Un nuevo territorio de disputa.

La cosa subió de tono y tomó un cariz muy diferente después del primer año de gobierno del foxismo: a falta de otras herramientas (políticas, intelectuales e institucionales) el Presidente decidió suplir su falta de mayoría en el Congreso, lubricar sus muy malas relaciones con los gobernadores (y “sus legisladores”) -priistas y perredistas- repartiendo  el gasto por toda la federación, (descentralizando se dijo).

Desde el sexenio de Vicente Fox el gasto público entregado a estados y municipios no dejó nunca de crecer (salvo durante la crisis de 2009). Una tercera parte del presupuesto es ejercido ya, en directo, por los gobiernos subnacionales en un período de crecimiento sostenido de la masa general de recursos, gracias a la renta petrolera. Es decir, Fox optó por pagar con dinero fresco del petróleo un nuevo equilibrio político nacional.

Esa fue una de las razones de la reforma del artículo sexto constitucional: se suponía que el boom presupuestal en los estados, debería corresponderse a nuevas reglas en el ejercicio de los recursos, con más control etiquetado, exigencias contables y claro, más transparencia exigible.

Desde entonces, ese sólo propósito hubiera merecido una reforma como la que ahora Peña Nieto ha venido a proponer: que el IFAI asuma carácter constitucional, responsabilidades nacionales y se convierta en autoridad obligatoria frente a todo gobierno, ente público, federal, estatal y municipal, sin excepción… pero no fue así.

Y es que desde 2007, todo cambió. El Presidente Calderón cinceló en plomo y piedra una determinación que marcó el destino del resto de la agenda, de las decisiones y políticas públicas de México: la guerra contra el narcotráfico y la delincuencia organizada.

No es este el lugar para discutir la pertinencia ni el balance de esa decisión trascendental, pero en ese contexto -movilización militar, expansión policiaca, multiplicación de los homicidios, del crimen y combate por territorios- la transparencia y el acceso a la información no solo pasaron a segundo y tercer plano, sino incluso comenzaron a estorbar (allí está, por ejemplo, el caso del cerrojo a las averiguaciones previas por parte de la SSP, santificado además por la Suprema Corte).

Así sobrevino un tiempo borroso en el que el IFAI y el derecho de acceso a la información, pasaron a ser poseídos por un alma doble: ahora lo suyo no sería la decidida apertura gubernamental, la expansión de la rendición de cuentas vía la explicación pública de las decisiones y el debido seguimiento del gasto, sino también, lo inverso: la protección de datos personales.

Hay que hacer un balance preciso de los resultados prácticos de ese diseño bífido, pero si nos fijamos en el paisaje político actual, nadie podría dudar acerca de la absoluta prioridad, ahora expresada en cuatro iniciativas  que provienen lo mismo del Presidente en funciones que del Presidente electo, todas con eco activo en el Congreso y en la sociedad, y que tienen en común el tema central de las relaciones políticas entre gobiernos y de éstos con la sociedad: transparencia, corrupción y servicio público.

Se trata de iniciativas inconexas, yuxtapuestas, incluso incoherentes y que tienden a una fragmentación de la rendición de cuentas, pero cuya necesidad es cada vez mayor, porque cada vez mayor es el dinero público que no está sujeto –siquiera- a los estándares de supervisión y exigencia federales. Un último dato: los Gobierno estatales y municipales recibieron en 2011, 1.12 billones de pesos, el monto más alto en la historia y equivalente ya al 7.8 por ciento del PIB.

¿No está ahí la verdadera caja negra de las finanzas públicas nacionales? ¿No es necesario corregir esa expansión irrefrenable de los últimos doce años, con la cual se financió la paz a falta de política y de mayoría en el Congreso de la Unión? ¿No es esa la base material de la nueva feudalización del país? ¿No se halla ahí el líquido del nuevo clientelismo que muchos denunciaron en las elecciones pasadas?

El tema es de la mayor relevancia y como sabemos los que la hemos visto, el hada sacrosanta de la transparencia se aparece solo una vez, cada seis años.

Publicado en La Silla Rota