Por: CIDAC

Los desacuerdos prevalecen en el Consejo General del Instituto Nacional Electoral (INE). Desde el pasado 18 de febrero, los representantes de siete partidos políticos de oposición, se levantaron de la sesión del organismo ante la posposición del debate sobre la regulación de la difusión de programas sociales en temporada electoral. Aunque el dictamen respecto al tema en efecto se discutió y votó en la cita de este miércoles 25 de febrero, la asamblea se llevó a cabo con la ausencia de los inconformes. En cambio, en un mensaje conjunto, el bloque compuesto por PAN, PRD, PT, MORENA, Movimiento Ciudadano, Partido Humanista, y Encuentro Social, acusó tanto al INE como al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), de protagonizar una “regresión autoritaria” al, según ellos, haber tomado decisiones parciales y en los márgenes de la legalidad a favor del PRI y del Partido Verde a lo largo de los meses recientes. Independientemente de la veracidad de las imputaciones del momento, a lo largo de la última década, el árbitro electoral en México ha experimentado un paulatino proceso de deterioro en su imagen de confiabilidad, imparcialidad y, sobre todo, en su calidad de institución ciudadana.

En la coyuntura presente, a casi un año de la nacionalización del antiguo Instituto Federal Electoral, la más costosa, burocrática, y cuestionada versión del órgano electoral de la historia, parece estar apenas encarando el principio de la pesadilla que podrían significar no sólo los comicios federales intermedios, sino los 17 procesos locales en el mismo número de entidades. Si bien el consejero presidente del INE, Lorenzo Córdova, ha manifestado varias veces su confianza en la experiencia de la institución para “conducir el barco a buen puerto”, ahora reconoce que enfrentan una crisis de credibilidad. Aunado a la complejidad propia de colaborar en la organización de elecciones en estados en conflicto como Guerrero y Michoacán, más las previsiones poco esperanzadoras de tener en marcha una fiscalización eficiente y, en especial, conducente a castigar faltas a la ley, el INE continuará padeciendo las consecuencias de la principal contradicción en su concepción original: la preservación de las cuotas partidistas como eje rector de su constitución.

En cuanto a los cuestionamientos a la conducta de algunos consejeros, las evidencias señalan una serie de decisiones controversiales. Por ejemplo, dado el trámite de votación por mayoría calificada requerido en procedimientos cruciales como el nombramiento de titulares de las direcciones ejecutivas y unidades técnicas, el grupo de consejeros acusado de velar por los intereses del PRI y sus aliados ha conseguido dilatar la salida de Alfredo Cristalinas de la Unidad de Fiscalización, a pesar de ser acusado por el inadecuado armado del expediente del caso Monex –el cual se presume habría favorecido de manera ilegal la campaña presidencial de Enrique Peña— y de propiciar la exoneración del PRI por supuesto rebase de topes de gasto de campaña en 2012. Lo mismo podría pasar con cuestiones que igualmente necesitan aprobarse por dos terceras partes de los consejeros como la remoción de consejeros estatales y la atracción de comicios locales.

El ideal de ciudadanización, donde la autoridad electoral descansa en manos de personas independientes –en la medida de lo factible—al gobierno y a los partidos, nunca ha podido cuajar. Tal vez no haber creado a tiempo un esquema donde el instituto eligiera sus liderazgos procedentes de su servicio profesional, y no quedara cíclicamente a capricho de los equilibrios partidistas en cada relevo del organismo, haya sido una oportunidad perdida. Ante esto, no es extraño que los consejeros electorales respondan a sus intereses políticos, en lugar de a los de los ciudadanos. Por último, si el Instituto quiere superar la actual crisis, ya no será suficiente que los comicios del 7 de junio cumplan con un mero éxito mecánico. La credibilidad del INE no depende de la instalación de la totalidad de las casillas en la jornada electoral, ni de que todas las actas de escrutinio sean entregadas y procesadas a tiempo. Tal como ocurre con el resto del entramado institucional en México, es imperativo terminar con el descaro y el cinismo de los actores políticos en cuanto a su comodidad de tener reglas y árbitros a modo. El cumplimiento de la ley debe estar sujeto a la norma, no al poder.

El problema es que, para avanzar a ese ideal, se requiere un marco de referencia distinto al que prevalece en la política mexicana en la actualidad. En los hechos, el país no ha asumido un marco de referencia democrático: más bien, se trata de un sistema de gobierno dominado por los partidos políticos que tolera ciertas formas democráticas. Mientras eso no cambie, y en tanto no se asuma la legalidad como marco de referencia, asuntos como el del INE, así como los de corrupción y otros que marcan las características del sistema político, la realidad de la política mexicana seguirá siendo pre-democrática.