Partidos, medios y redes siguen actuando como si solo fuésemos a elegir a quien ocupará la Presidencia.

Reconozco que estoy usando una paráfrasis muy conocida del original: “It’s the economy, stupid”, cuya autoría se atribuye a James Carville, estratega político de Bill Clinton durante su primera campaña por la presidencia de los Estados Unidos, quien la incorporó como una de sus tres consignas principales para derrotar al todavía muy popular presidente George H.W. Bush. La copio a conciencia, porque percibo que, a unos días de la jornada electoral del 2 de junio, partidos, medios y redes siguen actuando como si solo fuésemos a elegir a quien ocupará la Presidencia de la República a partir de octubre.

Supongo que el desdén por las elecciones que nos llevarán a renovar el Congreso de la Unión (Cámara de Diputados y Senado de la República) obedece al presidencialismo que está en el ADN de nuestra cultura política y que se ha exacerbado durante este sexenio. En otras entregas ya he escrito que estamos atestiguando la paradoja de afrontar las elecciones con más puestos en disputa de toda la historia mexicana, como si no hubiese más que un candidato y una sola pregunta: ¿debe continuar López Obrador al frente del país o no? Esa ha sido la estrategia de Morena y sus aliados y también la de sus opositores.

Empero, el próximo 2 de junio votaremos por la nueva integración del Poder Legislativo federal y por la de casi todos los congresos estatales. Y aunque no ignoro la importancia de los ejecutivos, me parece fundamental recordar que, sin el respaldo de la mayoría en las cámaras, ni la futura presidenta (o presidente, pues), ni las o los gobernadores podrían hacer lo que les venga en gana. Sabemos que, si la Presidencia actual contara con la mayoría calificada en ambas cámaras y el respaldo de 17 congresos estatales, ya habría cambiado la forma de gobierno. Si en el futuro próximo se entregara ese poder a quien suplirá a López Obrador (en el cargo) no tengo la más mínima duda de que la Presidencia se volvería omnímoda.

La sola revisión de los cargos públicos que designan, ratifican, confirman o pueden vetar las y los legisladores de ambas cámaras corta la respiración. Son tantos, que ocuparía el resto de este espacio en su enumeración. Las y los diputados nombran, por ejemplo, a las personas titulares del INE, de la Auditoría Superior de la Federación y las contralorías internas de los órganos autónomos más relevantes, incluyendo la que controla a la Fiscalía General de la República; y las y los senadores intervienen directamente en la conformación de otras 26 dependencias, incluyendo la ratificación de los altos mandos de las fuerzas armadas y de todos los jefes de misiones diplomáticas permanentes o el nombramiento de las y los comisionados del Inai, o en la confirmación de quienes gobiernan el Banco de México, de los consejeros de Pemex o del Secretario de la Función Pública, entre muchos otros puestos relevantes. Si quien presida el país llegase a contar con la mayoría calificada, esos contrapesos desaparecerían al día siguiente.

De hecho, el llamado “Plan C” del presidente López Obrador depende de esa mayoría calificada. Si Morena y sus aliados la ganan en los próximos comicios, no tendremos que esperar hasta la sucesión presidencial para ver cómo se modifica el régimen político desde septiembre. Por eso el oficialismo está llamando al carro completo o, dicho de otro modo, está convocando a que las y los electores anulen los contrapesos entre poderes y le entreguen todo el mando a quien ocuparía la Presidencia. Y por eso, también, el gobierno pondrá toda su fuerza en movimiento para ganar cada uno de los distritos electorales en disputa, así sea por un voto, mientras las oposiciones siguen distraídas en hacer crecer sus esperanzas sobre la presidencia. Alguien tiene que decirles: ¡es el Congreso!

Fuente: El Universal