La política se ha escrito siempre en códigos masculinos. Empero, con la extensión de la democracia como forma de gobierno comprometida con los derechos fundamentales de las personas, hoy es común hablar de la obligación de los Estados de garantizar mayores espacios de participación y de representación de las mujeres para lograr que sus asuntos cobren relevancia y se incorporen a la agenda pública.

Aunque los derechos políticos y cívicos de las mujeres están reconocidos por nuestra Constitución y las Convenciones Internacionales que ha firmado México, las mujeres siguen padeciendo enormes desigualdades, entre otras razones por las insuficientes o ausentes regulaciones de tipo laboral, salarial, de protección a su integridad física, o de acceso a la justicia, entre otras.

El discurso público ha incorporado los temas de la agenda de género porque es  políticamente correcto, pero ello no ha ayudado a que cobren centralidad en el debate público, más bien los ha ocultado bajo un velo legitimador. Invocarlos no es lo mismo que atenderlos.  Por ello, no sorprende que en el “Pacto por México” sólo exista un compromiso —el 5º— relativo al seguro de vida para jefas de familia.

Sin embargo, en el terreno de la representación política, hemos tenido avances importantes que han colocado a la paridad entre géneros como horizonte viable. La reforma constitucional en materia político-electoral de 2014 prevé una Ley General de Procedimientos Electorales que deberá incluir reglas para garantizar la paridad en candidaturas a legisladores federales y locales. Así, se ratifica la convicción de que las políticas de acción afirmativa empujan a las mujeres a los órganos de representación política y con ello se amplía la proyección de la agenda de género.

La política de equidad de género ha estado en la legislación electoral mexicana desde 1993, pero entonces era meramente indicativa: “Los partidos políticos promoverán una mayor participación de las mujeres en la vida política”. Fue con la reforma de 1996 que se estableció como una obligación, “las candidaturas a diputados y senadores no excederán el 70% para un mismo género”.

Para “observar sin cumplir”, los partidos colocaron a las candidatas mujeres como suplentes, lo cual llevó a que en 2002 una nueva reforma al Cofipe estableciera que el límite del 70% sería para candidatos propietarios, además de que en las listas plurinominales habría una mujer cada tres posiciones y el incumplimiento se sancionaría.

Las cuotas de género extendieron la representación de las mujeres, pues entre 1997 y 2006, en la Cámara de Diputados, creció de 17.4% a 22.6% y se incentivó la exigencia de la equidad. La reforma electoral de 2007 elevó la cuota al 40% en las postulaciones, salvo si surgían de procesos abiertos de elección, y en las listas de representación proporcional, dos de cada cinco se asignarían a un género distinto.

La gran valoración social que han alcanzado las cuotas de género se hizo evidente  en la elección de 2012, pues la composición de las Cámaras de Diputados y Senadores alcanzó una proporción inédita de legisladoras, el 36.8% y 33.6% respectivamente.

Con estos antecedentes, ¿se cumplirá con la cuota paritaria en las próximas elecciones? La utilidad de estas fórmulas de discriminación positiva parece indiscutible para tener más mujeres en la deliberación política, pero ¿qué tanto la ocupación más equilibrada de curules se traducirá en una promoción efectiva de la agenda de género?

Si observamos los cuadros medios y altos de los partidos políticos, veremos que siguen estando dominados por hombres, es decir, más espacios de representación política no se corresponden inmediatamente con una estructura organizativa más equilibrada y menos aún con una cultura partidaria de la equidad de género. El reto es, pues, que la creciente representación política de las mujeres conforme una masa crítica capaz de colocar los temas de las mujeres en la agenda de todos.

Ex comisionada presidenta del IFAI