En México, la política de masas hace mucho dejó de hacerse en la plaza pública y se empezó a practicar en las pantallas de televisión. El tránsito ha sido gradual, pero pasamos de un modelo en el que el gobierno controlaba a la mala a los medios de comunicación —el de los “soldados del Presidente” y el “no te pago para que me pegues”—, a uno de suma cero, en el que el poder de los medios se neutraliza con el músculo de la asignación millonaria de fondos públicos y los gobiernos no desinvierten, pues tienen miedo a la crítica como represalia. El nuevo modelo, además, hace suspirar a más de uno con la idea de que la televisión es una incubadora de presidentes o que los anuncios son lo mismo que resultados.

A pesar de ser poca y de mala calidad, la evidencia sobre el gasto gubernamental en publicidad oficial es contundente: es abusivo, discrecional y sin control (puede consultarse aquí: www.publicidadoficial.com.mx). No es fácil seguir la pista al dinero con el que se anuncian las supuestas inversiones históricas y otros logros que rayan en lo inconmesurable. Esta forma de abusos, despilfarros, ilegalidades y actos de corrupción política ha inventado una contabilidad fantasiosa y encriptada. En los expedientes del IFE, por ejemplo, reposan facturas con precios disímiles para servicios idénticos. Las fuentes de transparencia presentan datos que a los ojos de expertos y de los propios actores políticos son ridículas por baratas.

¿De dónde surge esta incotrolable pulsión de la clase política por anunciarse a sí mismos o a su trabajo público como si fueran un refresco o un mal ron? En términos de relaciones de poder, intercambio de bienes y consecuencias, el fenómeno es complejo, pero tiene explicaciones moderadamente sencillas. Una de ellas es que se ha instalado en el imaginario político la idea de que para gobernar es necesario trabajar con la opinión pública. Entonces, los buenos gobiernos sólo se dan en el territorio de los anuncios pero esa es patria de apenas unos cuantos. Otra razón, más determinante, es que para tener futuro político hay que existir, y sólo existe lo que pasa en la televisión —y en algunas ocasiones— en la radio y en ciertos medios impresos.

En la república de las encuestas la popularidad lo es todo. Aparecer en las pantallas, las inserciones disfrazadas de notas y la reiterada emisión de spots propagandísticos son, esa latitud, actos de demócratas. Y la partida presupuestaria para comunicación social y publicidad (rubro 3 mil 600, en el caso Federal) se convierte en el espejo que a todos dice que son los más bonitos.

En una conversación reciente, Alfredo Figueroa, ex consejero del IFE, me comentó que en el gasto ilegal y la contratación indebida de publicidad gubernamental el IFE ha encontrado responsabilidad en prácticamente todos los niveles y perfiles de servidores públicos. A eso de darle rienda suelta al abuso y al despilfarro no hay ámbito de gobierno que le saque la vuelta. En El uso de la publicidad oficial en las entidades federativas, un informe elaborado por Ana Cristina Ruelas y Justine Dupuy, se puede consultar cuánto gastan los gobiernos, cuáles son los más opacos y qué prácticas de asignación y distribución existen. Las cifras son provocadoras, por decir lo menos, y las prácticas irritantes. En 2010 y 2011 casi las dos terceras partes de los estados sobreejercieron los montos aprobados por sus respectivos congresos. En 2012, la Secretaría de Salud, cuyo presupuesto autorizado para comunicación social y publicidad era de 200 millones, gastó más de 2 mil 500. Ignoro los datos de la campaña del gobernador de Puebla o del de Chiapas, pero lo que es un hecho inobjetable es que sus estados tienen necesidades más apremiantes que ver aparecer su rostro o escuchar su voz con cargo al erario. Peor aún, que suceda por todo el territorio nacional. Pero todo parece indicar que no conocen otra forma de hacer política, al menos no una en la que manejen de forma responsable los recursos públicos y en la que la necesidad de sus gobernados sea superior a su vanidad multiplicada por su hambre de poder.

Fuente: El Universal