“Si no puedes con el enemigo, únete a él”, dice el refrán emblemático del oportunismo político.  El riesgo de seguir esa conseja es, sin embargo, que tras la alianza pragmática quien fija las verdaderas reglas del juego es el otro, lo que convierte esa decisión en una renuncia. Y eso fue lo que atestiguamos esta semana en el estado de Michoacán: una renuncia explícita a los principios de la Constitución, en aras de ganarle una partida temporal a la expansión del crimen organizado.

No ignoro la simpatía que han despertado los grupos de autodefensa entre las buenas conciencias. Yo mismo titubeo cuando pienso en las razones que los llevaron a armarse. Pero quienes sólo ven en esos grupos a los buenos chicos que se atrevieron a jugarse la vida para hacer el trabajo que el gobierno abandonó o corrompió, no sólo aplauden la expansión tolerada de la violencia sino que olvidan que, una vez abiertas las puertas de la guerra de todos contra todos, ya no habrá modo de volver a cerrarlas. Creo que no se trata de un muro civil levantado en contra de los cárteles criminales —porque la vida real no es como las películas de héroes contra villanos—, sino de una nueva etapa de la guerra civil sorda en la que ya estamos metidos.

 La alianza que el gobierno ha firmado con los grupos de autodefensa de Michoacán es mucho más que un movimiento táctico para devolverle la tranquilidad a ese estado. De un lado, constituye el reconocimiento más explícito y nítido que hemos tenido hasta ahora sobre la incapacidad del Estado mexicano para garantizar por sí mismo la vuelta a la paz; y de otro, es una convocatoria inevitable a que otros grupos, en otros estados, sigan la misma ruta. ¿O qué distinguirá ahora a las defensas comunitarias de Guerrero de los grupos de autodefensa de Michoacán, o a los que se formen mañana en Sinaloa, en Tamaulipas o en Veracruz? Dado el primer paso, aun obligado por las circunstancias, los demás pueden correr como hilo de media.

Probablemente estamos en los albores de la construcción de nuestra propia Asociación Mexicana del Rifle, como la que existe desde hace 150 años en  Estados Unidos y que ha defendido con todos los medios que ha tenido a su alcance —que son muchos y muy poderosos— el derecho de todas las personas a poseer y portar armas, como una forma de defender por propia mano sus libertades. Y si bien podrían debatirse hasta la náusea las ventajas y los peligros de aceptar que todos tengan armas en casa, así como la existencia de organizaciones que promuevan la autodefensa en todos los casos, lo cierto es que el punto de partida, las tradiciones de la derecha republicana y las bases institucionales de ambos países son muy diferentes.

 En todo caso, el convenio de Michoacán se parece mucho más al Tratado de Córdoba que a la segunda enmienda constitucional de  Estados Unidos. Cuando el señor Juan de O’Donojú llegó a la Nueva España moribunda como nuevo jefe político, en 1821, comprendió que la Independencia era ya inevitable y que no tenía más recurso que el reconocimiento formal de la rebelión criolla. Orgulloso de haber firmado la rendición, escribió a la Corona: “todo estaba perdido sin remedio, y todo está ganado, menos lo que era indispensable que se perdiese algunos meses antes o algunos después”. Una nota que Alfredo Castillo podría haber suscrito ayer mismo, con las mismas palabras.

 ¿Qué dirán después las buenas conciencias, cuando la violencia se siga extendiendo y se multipliquen los grupos de autodefensa, mientras el Estado mexicano sigue intentado reclutar a los buenos para apaciguar a los malos? ¿Querrán unirse a su propia asociación local del rifle y comprar armas a destajo para probar su valor contra la delincuencia o volverán, por fin, a exigir que el Leviatán cumpla su deber? Por mi parte, lo lamento muchísimo: una vez trepados al tobogán, nadie sabe a ciencia cierta cómo será la caída.

 Fuente: El Universal