La operación financiera que realizan los partidos antes, durante y después de las campañas electorales ha producido un círculo vicioso, que apenas comienza a documentarse. Lo que sabemos es que las campañas cuestan mucho más de lo que establecen los topes y que ese dinero proviene o se paga, casi siempre, mediante la contratación de obras, la adquisición de bienes o servicios públicos o las transferencias de los programas sociales (véase Luis Carlos Ugalde, Nexos 446, quien ha motivado este artículo).

Las campañas no sólo son caras porque los partidos burlan las leyes electorales para contratar espacios adicionales en la prensa y los medios masivos —para incrementar la divulgación de su propaganda, para combatir a sus adversarios o, al menos, para allegarse la simpatía cómplice de algunas plumas— sino también porque la operación “de campo” cuesta mucho dinero: ubicar y persuadir a los votantes potenciales, ampliar sus redes, mantener su fidelidad y llevarlos a votar el día de las elecciones exige una sofisticada tecnología que requiere, a su vez, personal discreto y capacitado, herramientas informáticas de última generación y una compleja gerencia de comunicación y logística. Además, los partidos necesitan representantes formales en las casillas, abogados sagaces y un complejo aparato de supervisión que está lejos de responder a la sola invocación de la militancia.

Por su parte, el dinero con el que se paga esa operación viene o acaba en el gasto público. Las fuentes habituales vienen “empacadas” en los programas presupuestarios de los gobiernos o en las redes que tejen sus oficinas todos los días; también se disfrazan en los gastos ordinarios de los partidos o se realizan mediante acciones directas financiadas por donantes de distinta índole.

Pero la mayor parte de los dineros proviene de los contratos públicos, los permisos y las licencias: obras y adquisiciones que cuestan mucho más de lo que debieran o que ofrecen menos calidad o cantidad de lo establecido, a fin de dejar a salvo los porcentajes que irán a las campañas políticas (y también a los bolsillos de los funcionarios), o transacciones a modo y extorsiones directas para permitir la construcción de edificios o fraccionamientos, la operación de ciertos servicios o la apertura y funcionamiento de comercios privados.

El círculo vicioso que describe Luis Carlos Ugalde es sencillo y directo: el costo creciente de las campañas se paga con el dinero emanado de la corrupción. Pero su conclusión puede ser engañosa: “Combatir la corrupción implica desmantelar el clientelismo como mecanismo de gobernabilidad”. Es decir, cambiar la lógica de las campañas para quebrar la mecánica de la corrupción. ¿No tendría que ser al revés?

Si la fuente que financia el clientelismo se agota, los partidos que han auspiciado este desastre moral ya no podrán seguir pagando su clientelismo. Si se quiere destruir el mercado de las clientelas pagadas, debe erradicarse su fuente de ingreso y no sólo apelar al cambio deseable de las conductas. Por el contrario, mientras la solución siga buscándose obsesivamente en las reglas electorales sin tocar el control del dinero público —de donde viene la corrupción— lo previsible es que los partidos seguirán violando esas reglas. ¿Qué acaso no hemos aprendido la lección, tantas veces repetida?

La corrupción debe atacarse desde las causas que la generan, directamente. Si fuera posible anularlas, el flujo de dinero que hoy corre ligero hacia las campañas y hacia las cuentas privadas de los corruptos se irá agotando. Y sólo entonces los partidos tendrán que ganar el voto, abierta y francamente, en función de sus candidatos, de sus programas y de su capacidad de gobernar con eficacia y honestidad. Lo que hay que cancelar es la fuente de origen: destruir el mensaje, no al mensajero.

Fuente: El Universal