Los primeros informes sobre los daños causados por Ingrid y por Manuel nos hablan de tres causas que explican esa devastación: el agua, la corrupción y el desorden -aunque dudo que esa sea la secuencia correcta-. Es cierto que la fuerza de la naturaleza puede provocar grandes males, pero sería ridículo culparla de los destrozos que trajo consigo. Solamente el pensamiento mágico de las religiones encontraría en ella la razón principal del caos que ha atormentado, literalmente, al 58% de los municipios de México.

Si mucho me apuran, me atrevería incluso a enunciar un principio de teología urbana: Dios se ocupará acaso de los destinos individuales, pero de los colectivos se encargan los hombres. Desde que comenzó la historia hasta nuestros días, sabemos que convivir no sólo significa vivir con otras personas sino adaptarse al entorno en el que sucede la vida. Todas las civilizaciones han sido el resultado de ese proceso y las más aptas, como ocurre también con la evolución darwinista de las especies, son aquellas que consiguen sobrevivir con más éxito a los desafíos de su hábitat.

Así que la poderosa destrucción de casas, caminos e infraestructura urbana cuyo recuento todavía no termina no fue un accidente fortuito, sino una más de las consecuencias de nuestra deficiente y corrupta administración pública. Es el resultado de obras mal diseñadas, construidas con materiales precarios, con casi nula supervisión y muy escaso mantenimiento, en lugares inadecuados que se entregaron gracias a las mordidas o el clientelismo político y que se siguen multiplicando todos los días, en todas partes de México, sin planeación suficiente y sin que nadie vuelva la vista atrás -hasta que la fuerza de la naturaleza nos obliga a mirar los destrozos causados-.

Nada de esto debió suceder. O no, al menos, con el dramatismo que están alcanzando las cifras que ha venido revelando el gobierno federal y que, una vez más, golpean con mucha más fuerza a los más pobres. Desde que comenzó el Siglo XXI, los gobiernos locales han duplicado su capacidad de inversión, mientras que en ese mismo lapso el gobierno federal no sólo dedicó más recursos a la construcción de autopistas sino que lo hizo de manera creciente mediante la modalidad de inversión compartida con la iniciativa privada. Todos los niveles de gobierno se han jactado, en cada informe entregado, de esos dos datos: del incremento de los recursos otorgados a los gobiernos locales y del incremento de la inversión en infraestructura. Pero tuvieron que venir los dos huracanes para hablarnos de la pésima calidad con la que se han gastado el dinero, de las deficiencias de supervisión y mantenimiento y del desorden en la distribución de tareas entre gobiernos.

No obstante, las responsabilidades sobre esa otra forma de corrupción están diluidas. En el plan de control de daños está la asignación de unos pesos a las familias que han perdido todo su patrimonio, la construcción de nuevas viviendas más o menos  precarias y la reparación de emergencia de los caminos perdidos. El plan es salir de paso. Pero las causas originales de la emergencia no están siendo tocadas, porque exigirían un replanteamiento completo de la distribución de competencias entre niveles de gobierno y la puesta en marcha de un sistema de rendición de cuentas que ni siquiera está en el horizonte oficial.

Quienes aprobaron la construcción de fraccionamientos en zonas de alto riesgo, quienes hicieron ojo de hormiga con la supervisión de los materiales de construcción, quienes aceptaron inflar presupuestos de obra o asignarlas a sus amigos, quienes desviaron el dinero previsto para el mantenimiento o lo ejercieron por debajo de las especificaciones indispensables, quienes planearon para ganar dinero y no parar resolver los problemas urbanos, todos ellos, duermen hoy secos y protegidos por la impunidad. El único castigo que les espera, acaso, será la misma ira de Dios a la que ahora prefieren culpar.

Fuente: El Universal