Con un toque de optimismo podríamos decir que, a pesar de todo, el domingo pasado hubo elecciones, que la gran mayoría de las casillas abrió y funcionó con normalidad, que los institutos electorales están ahora cumpliendo con sus tareas, que arrojarán resultados oficiales en el curso de la semana y que el sistema de impugnaciones seguirá su curso habitual, para darnos vencedores definitivos con oportunidad suficiente para que asuman los cargos ganados. Así funciona la democracia que construimos: hubo campañas, la gente que quiso salió a votar, los medios cumplieron con su misión y, al final, habrá nuevos funcionarios votados.

El problema es que esa rutina viene acompañada por el derroche de los dineros públicos por partidos y candidatos, por los excesos de los gobiernos locales que no quieren perder sus lugares, por los reclamos, las amenazas y las violencias de los militantes en pugna, por la incapacidad mexicana para reconocer el triunfo del adversario y por el hábito de llamarse a engaño y emprender un nuevo conflicto tras cada elección. Y ya no son sólo esos patrones repetidos hasta el cansancio los que dan grima, sino también los añadidos que van minando cada vez más la confianza de la gente en los procesos electorales y alejándola de la ilusión democrática: la falta de transparencia sobre el origen y el uso de los dineros para campañas, la ausencia de datos completos, confiables y bien divulgados sobre los candidatos que compitieron, la evidencia de la intrusión de algunos de los gobiernos locales y, por encima de todo, la violencia armada y los asesinatos impunes.

Es verdad que al final de la ruta habrá regidores, síndicos, presidentes municipales, diputados locales y un nuevo gobernador que tomarán posesión de sus cargos y jurarán, impertérritos, su devoción por la democracia. Pero también es cierto que la degradación de los procesos electorales está comenzando a volverse parte del paisaje político, que los partidos no están pagando costos suficientes por la doble moral en la que viven envueltos y que la distancia que media entre los poderosos de turno y los ciudadanos de a pie sigue creciendo.

No celebramos la llegada de nuevos procesos electorales con la esperanza de reforzar nuestra participación como ciudadanos o de fortalecer nuestro espíritu cívico, sino que los toleramos con la respiración contenida ante el siguiente escándalo inevitable, las nuevas acusaciones de corrupción, las amenazas de la violencia y la muy anunciada salida rijosa y hostil entre contendientes que se duelen, al conocer los resultados adversos, de las mismas prácticas que siguieron para ganar. Si alguna vez imaginamos que las elecciones serían una fiesta cívica, hoy las sufrimos como las parrandas ruidosas e impredecibles que nos asestan los borrachos de una cantina. No las festejamos sino las padecemos.

Quiero pensar que esa degradación sistemática y peligrosa está anunciando el final de un ciclo para el sistema electoral mexicano, pues estas secuencias de despropósitos no le convienen a nadie. Ni siquiera a los ganadores de cada elección, cuya legitimidad y cuya capacidad de gobierno llega condicionada y sometida a la magnitud del conflicto postrero.

Pero nada nos garantiza, en cambio, que ese nuevo ciclo nazca con los valores correctos. Nada nos asegura que el derroche sea felizmente suplido por principios de austeridad; que los gobiernos se atengan a la imparcialidad; que los partidos abandonen la opacidad y abracen la transparencia; que los candidatos sean gente honorable y acepten sus derrotas con humildad; que las autoridades electorales sean impecables y justas. En estas materias, no hay nada que se parezca al destino. De modo que tras la clausura de un ciclo que, a pesar de todo, nos permitió imaginar que México podría tener un régimen democrático, puede venir cualquier cosa.

Fuente: El Universal