La lectura más frecuente sobre los derechos humanos alude a la violación que cometen las autoridades sobre las garantías protegidas por la Constitución y los tratados internacionales. Lo que se documenta son actos de violencia: acciones deliberadas de quienes —protegidos por la autoridad que ostentan— atentan contra las libertades y los derechos fundamentales que hacen viable nuestra convivencia. Violencia pura y dura que contradice la razón principal de la existencia del Estado.

De eso tratan las recomendaciones emitidas por la ONU, que obligan al Estado mexicano por razones legales, morales y políticas. Y en esa lógica se inscribe también la respuesta del gobierno federal, que no sólo ha aceptado el contenido del informe sino que, fiel al estilo que ha caracterizado hasta ahora el Presidente Peña Nieto, remitió enseguida un paquete de iniciativas al Congreso para subrayar su disposición a respetar los derechos humanos, literalmente, sin reservas. Una reacción política sensata.

No obstante, la defensa de los derechos humanos no sólo se juega en la disminución de la violencia cometida por las autoridades, sino en su adopción como principio central del quehacer de los poderes públicos. El tema no está ceñido solamente a las fuerzas de seguridad ni a la contención de los abusos de quienes portan armas oficiales —cosa que ya sería bastante buena—, sino que se extiende a la reconstrucción de los medios empleados para procurar y administrar justicia y, en una mirada aún más amplia, al sentido que deben adoptar las políticas públicas para proteger siempre a los más débiles.

El de los derechos humanos ha sido, para México, otro de esos temas en los que hemos avanzado mucho en la expedición de normas (especialmente con la reforma constitucional del 2011), mientras retrocedemos en las prácticas y nos tropezamos con la adopción de criterios y lecturas diferentes. Igual que en otros menesteres, las normas en esta materia se diseñan como una suerte de “mea culpa” y una promesa de rectificación, pero no como garantías plenas de un comportamiento diferente. Nos arrepentimos como machos: con el llanto tequilero en la conciencia, hasta la siguiente cruda.

Sin embargo, el primer artículo de la Constitución dice que: “Todas las autoridades, en el ámbito de sus competencias, tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad”. Lo que quiere decir, en castellano, que su salvaguarda no se limita a no violarlos, sino a tenerlos como el criterio principal de todas las acciones públicas con el objeto de poner en igualdad de condiciones a los débiles.  Y no sobra añadir que el mismo artículo prohíbe toda forma de discriminación, mientras que su reglamentación exige del Estado igualdad de trato y de oportunidades.

El entramado jurídico de México no sólo pide a las autoridades que no se porten mal, sino que les exige que promuevan la igualdad y garanticen la progresividad de los derechos en todas y cada una de sus actuaciones. No es un sistema defensivo sino proactivo. Y aunque desde una mirada estrictamente liberal pueda discutirse la dificultad práctica de cumplir cabalmente ese mandato, lo cierto es que así está escrito. Y no sobra recordar que la primera garantía del derecho consiste, precisamente, en respetar la letra de la Constitución.

De modo que, bien leídas, las recomendaciones emitidas por la ONU podrían servirnos para comprender y hacer nuestro un principio básico de esta materia (compartido con la física): que los derechos que no se mueven deliberadamente hacia adelante, o se quedan estáticos o, empujados constantemente por una fuerza superior, se mueven hacia atrás.

Fuente: El Universal