El gobierno de Peña Nieto comenzará a jugarse buena parte de su destino a partir de ahora —un año después de haber ganado las elecciones— cuando los actores principales de la vida pública del país se decanten en torno de las dos reformas económicas principales del portafolios diseñado para el sexenio: la energética y la fiscal. Lo que salga de ahí definirá, para bien o para mal, la historia y la memoria de este gobierno.
No desconozco la importancia de la agenda inicial, ni la habilidad que desplegó el equipo del Presidente para crear un entorno político favorable a las reformas que pasaron primero y, especialmente, la educativa, la de telecomunicaciones y la de competencia económica. Los primeros pasos del gobierno fueron notables y, en algunos casos, espectaculares: la firma del Pacto por México, el arresto de Elba Esther Gordillo y los mensajes de orden a los gobernadores despertaron una salva de aplausos cuyos ecos todavía suenan. Pero nada de lo anterior se compara con la complejidad política de las reformas que vienen.
En su sentido aritmético estricto, el gobierno cuenta con el poder suficiente para hacer aprobar ambas e incluso para producir campañas publicitarias que justifiquen cada uno de sus detalles. Y además, los operadores de Peña Nieto han demostrado tener la capacidad suficiente para dirigir la agenda pública con ventaja. Pero ninguna de las decisiones pasadas tocaba directamente el bolsillo de las personas ni sus expectativas económicas inmediatas. Y tampoco eran reformas que, de entrada, polarizaran a la sociedad según sus creencias políticas previas, más allá de cualquier razón financiera.
En cambio, la reforma fiscal y energética del gobierno —pues ambas deben apreciarse como una sola— difícilmente encontrará respaldo social si no se traduce de prisa en algún beneficio para la gente. Y lo cierto es que la brecha entre la visión económica dominante y las necesidades concretas de la sociedad puede convertirse en un verdadero galimatías burocrático.
Aumentar el IVA a alimentos y medicinas traerá mayores gastos inmediatos a todos, mientras que la propuesta del seguro social universal tardará años en convertirse en algo tangible y funcional. Y mientras eso sucede, los subsidios focalizados a los más pobres tendrán que librar la batalla de las capturas políticas, la falta de transparencia, las redes de operadores locales y los intereses de las oficinas públicas que justifican su ingreso con programas sociales más bien inútiles. La reforma fiscal es indispensable desde hace mucho. Pero aumentar los precios de los bienes más apremiantes para la mayoría no podrá justificarse con éxito mediante una promesa de bienestar que, en el mejor de los casos, tomará varios años para volverse una realidad cotidiana.
De ahí la complejidad política del argumento planteado: el gobierno exigirá más dinero por cada compra de alimentos y medicinas de los contribuyentes y pedirá que el país asuma que vender Pemex es necesario para repartir mejor el dinero de todos; pero no podrá garantizar que ese reparto de la riqueza pública adicionada se materialice en el corto plazo. Y no podrá hacerlo, porque el problema de la redistribución del ingreso público se origina, precisamente, en la ineficacia y la corrupción de la administración pública. Y de estos últimos datos, el gobierno de Peña Nieto sólo ha hecho la vista gorda.
No dudo que las reformas podrán pasar. Pero el costo de hacerlo sin haberse propuesto siquiera limpiar las tuberías por las que fluye el dinero público en México puede convertirse —lo escribo una vez más— en el Talón de Aquiles de este sexenio. Podrán reunir más dinero, pero una reforma fiscal que de entrada omite la importancia del gasto bien hecho, no puede tener un final feliz.
Fuente: El Universal