El gobierno de Enrique Peña Nieto dice, aquí y allá, que se ha hecho una reforma educativa capaz de transformar la calidad de la enseñanza en México. Sin embargo, el cambio pretendido apenas está en cierne, pues aunque muy relevantes, las modificaciones introducidas en el artículo tercero de la Constitución sólo enuncian los temas que deben ser desarrollados en la legislación secundaria y por lo visto en los anteproyectos enviados por la Secretaría de Educación Pública y lo oído en los corrillos de foros y encuentros con legisladores, los obstáculos para reglamentar adecuadamente los puntos torales de la reforma son ingentes.

Los pilares del cambio definido en la Constitución son la creación del Servicio Profesional Docente y del Sistema Nacional de Evaluación de la Educación regido por un organismo dotado con autonomía constitucional. El hecho de que el nuevo Instituto Nacional de Evaluación de la Educación haya sido creado como un órgano constitucional autónomo, equiparable al Banco de México, al IFE o al INEGI ha puesto la principal atención en el papel que la evaluación deberá jugar en la mejora de la calidad de la educación en su conjunto y ha desviado la atención de lo que en realidad es el núcleo impulsor del cambio: el diseño de una auténtica carrera docente que modifica de fondo el sistema de incentivos de los profesores, pues es ahí, en la manera en la que los maestros mexicanos viven su desempeño laboral, donde se ha gestado el desastre educativo nacional.

Los maestros, se ha repetido ya hasta el cansancio, han vivido desde principios de la década de 1940 inmersos en un marco de control político dirigido por la burocracia del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, al que le toco, en el reparto de competencias del régimen corporativo de la época clásica del PRI, gobernar al sistema educativo; es decir: le correspondía mantener la lealtad y la sumisión de los maestros al arreglo político en un entorno en el que los salarios y las condiciones de trabajo no iban a ser excepcionalmente buenas. El mecanismo que desarrollo el SNTE para cumplir con el encargo se basó en la manera de hacer las cosas de la política mexicana: reparto de prebendas, beneficios y privilegios a cambio de lealtad y disciplina. Con base en esas reglas del juego los maestros pudieron de disfrutar de un empleo seguro, aunque no necesariamente bien remunerado, con inamovilidad y acceso al sistema de seguridad social para los trabajadores del Estado, lo que implicaba salud, pensión y eventualmente crédito para vivienda a cambio de su desmovilización.

El concierto corporativo que mantuvo una paz relativa entre el gremio magisterial fue catastrófico para la calidad de la educación porque los beneficios selectivos se distribuyeron con base en alicientes de carácter sindical y político. El reclutamiento se hacía en las escuelas normales de manera exclusiva y ya dentro del sistema los docentes no tenían que demostrar ninguna habilidad en su desempeño: ni mejores resultados de sus alumnos, ni creatividad en el aula, ni compartir sus experiencias con sus colegas en publicaciones y congresos, ni siquiera si tenían ellos mismos los conocimientos necesarios para su labor. El laxo sistema de certificación de conocimientos que significaba egresar de una escuela normal bastaba. Una vez en posesión de la plaza de maestro, ésta se convertía en patrimonio personal y cualquier cambio de adscripción, cualquier promoción o ampliación de jornada se obtenía a través del intercambio clientelista con el delegado sindical correspondiente.

Ahí está el nudo del entramado institucional del desastre educativo. Esa es la piedra angular del arreglo corporativo que se debe desmontar para transformar el sistema. De ahí que el aspecto fundamental de la reforma sea la creación del Servicio Profesional Docente. Sin embargo, ese es hoy el tema más complejo de pactar, pues las resistencias del SNTE y la CNTE se centran ahí, mientras que entre los actores políticos parece imperar una gran ignorancia sobre lo que un sistema profesional de carrera significa.

En México existe muy poca tradición de sistemas de carrera en el servicio público; nuestra burocracia se ha basado en un sistema de expoliación donde el empleo se reparte entre amigos y validos. Lo que premia el sistema mexicano es la lealtad y la disciplina, no el conocimiento o la capacidad. De ahí que la no se entienda que un servicio profesional deba basarse en incentivos positivos que fomenten la formación continua y la mejora constante del desempeño y no la sumisión al jefe o la delegado sindical y tenga como punto de partida un sistema de reclutamiento que de entrada capte a los mejores entre los aspirantes con base en sus conocimientos y sus competencias.

El anteproyecto de Ley General del Servicio Profesional Docente que envió la SEP al Pacto por México no crea un servicio profesional. No hay en lo enviado por la SEP un sistema de promoción horizontal que genere incentivos positivos para que los profesores busquen la mejora constante de su desempeño. Apenas si avanza respecto al ya existente concurso de ingreso en cuanto a los mecanismos de reclutamiento y después usa la evaluación sólo como amenaza de despido y no como herramienta para la mejora. Un sistema profesional auténtico debe establecer un horizonte de carrera atractivo para sus integrantes: aquellos que superan un listón de ingreso alto después tienen la oportunidad de ir mejorando su posición en la medida en la que se vayan promoviendo sin que ello signifique que abandonen la docencia frente al grupo. La evaluación debe ser un elemento, entre otros, para obtener la promoción a las siguientes categorías y niveles, mientras que la separación del puesto debe ser excepcional en un sistema bien diseñado.

Pero si los burócratas que escribieron el anteproyecto no entienden lo que es un servicio profesional, los dirigentes del SNTE y de la CNTE no están dispuestos a perder el control de la carrera de los maestros y ponen obstáculos en cualquier tema que les reste poder. Así, entre la ignorancia y el jaloneo político, la pomposa reforma educativa puede quedar convertida en un listado más de buenas intenciones de los que abundan en nuestro texto constitucional.

Fuente: Sin Embargo