Tal como se desprendía de la reforma constitucional en materia político- electoral del 10 de febrero pasado, la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales, aprobada la semana pasada, confirmó la tendencia reciente de nuestro marco legal a centralizar funciones sustantivas, en detrimento de los principios y las bases de nuestro federalismo.
Desde la fundación de nuestra República independiente, adoptamos el sistema federal para acomodar a la diversidad regional de nuestro país. Empero, durante la época de la hegemonía del PRI, aunque las normas escritas del federalismo se mantuvieron, en la práctica se fue implantando un centralismo debido al Presidencialismo de partido hegemónico que concentraba en el aparato federal las grandes decisiones y mecanismos del poder público estatal. Éramos formalmente federales, pero nuestra “constitución material” era centralista.
La competencia política y el pluralismo que irrumpieron a mediados de 1990 dieron paso al “nuevo federalismo” que significó mayores márgenes de maniobra para los poderes estatales frente al centro. El sistema electoral, producto de la transición democrática, dotó de autonomía constitucional a las autoridades electorales para garantizar la integridad del sufragio y recreó nítidamente el esquema federal, diferenciando competencias y funciones de los organismos locales y federal.
Después de las controvertidas elecciones de 2006, se ha dibujado una tendencia a centralizar las funciones electorales como fórmula para evitar que los gobiernos estatales capturen a la autoridad electoral local, atentando contra la imparcialidad de los comicios. Así, al IFE, que siempre tuvo la administración del padrón electoral, se le otorgó la de los tiempos en radio y televisión en 2008 y la reforma constitucional de 2014 sentó las bases para virtualmente anular al federalismo electoral, sin que con ello se lograran los dos propósitos que se perseguían: 1) eliminar la injerencia de los gobernadores en las contiendas locales y 2) reducir el costo de las elecciones. En cambio, si se inyectó incertidumbre y discrecionalidad.
Hay dos temas que ilustran esta merma al federalismo electoral: 1) la naturaleza de las autoridades electorales locales y 2) las facultades del INE para intervenir en las funciones electorales locales.
A pesar de que se mantienen organismos públicos locales con facultades organizativas, de escrutinio, cómputo y otorgamiento de constancias de mayoría y declaración de validez de la elección, éstos fueron despojados de su autonomía constitucional y el INE dictará los lineamientos para realizar dichas funciones.
Las autoridades jurisdiccionales locales ya no formarán parte del poder judicial, sino solamente tendrán autonomía técnica y de gestión para resolver impugnaciones en los procesos locales. Es decir, hay aparatos locales, con importantes tareas y responsabilidades, pero estructuralmente debilitados.
El INE es la cabeza del sistema nacional electoral, pero tiene tres facultades específicas para intervenir en las funciones de las autoridades locales: de asunción, de atracción y de delegación, es decir, puede asumir, previo al inicio, la organización de una elección local en su conjunto, si así se lo solicitan y se actualizan condiciones que pongan en riesgo al sufragio; puede atraer cualquier decisión del órgano local si considera que es trascendente y puede delegarle algunas funciones como la fiscalización de los recursos de los partidos locales, todo ello con una mayoría de 8 votos.
El INE no sólo es un órgano superior regulador, sino que puede imponerse por una decisión política sobre los organismos públicos locales. Mucho se ha insistido en que es un mal esquema porque la incertidumbre es una invitación para litigios, mermando la legitimidad de las elecciones.
Fuente: El Universal