Los datos publicados por el Latinobarómetro 2013 son elocuentes: los mexicanos hemos venido perdiendo la confianza en los resultados de nuestro régimen democrático, hasta colocarnos en el último lugar de la lista regional. Del 2002 a la fecha, se han perdido 26 puntos de apoyo a la democracia: del 63 por ciento que se registró en aquel año, hemos bajado al 37 por ciento en la medición más reciente. Ningún otro país de los dieciocho que participan del ejercicio está más desencantado que México. Así de simple y directa es la conclusión del estudio que se publicó al principio del mes de noviembre.
El estudio es descriptivo. No aporta datos suficientes para reconocer las causas de ese desafecto creciente, aunque sugiere algunas pistas: de un lado, puede observarse con claridad el enfado social con los productos que ha ofrecido nuestra democracia desde principios del Siglo XXI y, muy especialmente, en temas como inseguridad y violencia, desigualdad social, pobreza, bajas expectativas de crecimiento económico y corrupción. Y de otro lado, salta a la vista la incapacidad de la clase política mexicana –en su conjunto– para abrir horizontes capaces de reconstruir la confianza perdida: según el Latinobarómetro, más del cuarenta por ciento de los mexicanos considera que la democracia podría funcionar sin Congreso y sin partidos políticos. Una afirmación absurda en sus términos, pero reveladora del ánimo colectivo sobre esas instancias que simbolizan la pluralidad política del país.
Ante esos datos, alcanzo a otear dos lecturas que, en un descuido, pueden volverse enemigas frontales de la vigencia del régimen democrático. La más facilona, por así llamarla, sería aquella que acabara culpando a la propia democracia de todos los males que aquejan a México y justificando una regresión autoritaria más o menos violenta. Con mayor razón, si se comparan los datos de México con el aprecio que Venezuela ha expresado al régimen gobernado por Chávez y por Maduro. El contraste entre ambos países puede volverse un lamentable pretexto para alegar que sería mejor no tener democracia, a cambio de obtener resultados más eficaces. Por fortuna, en otro reactivo de la misma encuesta la mayoría de los mexicanos sigue respondiendo que, a pesar de todo, la democracia es mejor que cualquier otro régimen. Pero me temo que no faltarán quienes confundan los datos y sostengan, sin más, que la democracia misma es la causa de todos los males que hoy padecemos.
La otra lectura –que ya se ha venido instalando en los debates públicos del país– consiste en suponer que el desencanto no proviene tanto del régimen democrático cuanto de sus pesos y contrapesos mal balanceados. Desde ese mirador, lo deseable no sería acabar con la democracia sino reforzar el centralismo presidencial: mitigar el peso de los partidos, moderar las demandas de la sociedad civil, atajar los equilibrios locales y dotar al Presidente de la República de los mandos indispensables para tomar decisiones sin contrapesos definitivos. Es decir, buscar una democracia delegativa –como la llamó en su momento Guillermo O’Donnell– o, de plano, volver al régimen presidencialista de ayer con una cierta dosis garantizada de libertades.
En ambas lecturas se comete el despropósito de confundir el reclamo fundado hacia el desempeño de la clase política actual con el rechazo a la democracia. Como si fuera estrategia de tinterillo, la notificación oficial no surte su efecto porque el destinatario no acusa recibo. Pero leídos con calma –y perdone el lector que remita a mi libro sobre El Futuro que no Tuvimos— esos datos no hablan del rechazo hacia el régimen construido en los últimos años, sino hacia los abusos que han cometido sus principales beneficiarios. El hartazgo no es en contra del régimen, sino de la falta de respeto de los poderosos hacia sus reglas y hacia la responsabilidad con sus resultados. El tema no está en el régimen, sino en sus desviaciones, impunidades y corrupciones.
Fuente: El Universal