El PRI ha vuelto con tres grandes ventajas: la costumbre del pasado —esa fuerza de la tradición que se expresa hasta en los modos que siguen los políticos—; el peso de sus votos, ganados ya por convicción, ya por clientelismo o ya por desencanto; y la ruptura interna de sus oposiciones. Las dos primeras bastarían para tener un gobierno fuerte, pero es la tercera la que le ha dejado libres casi todos los caminos de regreso.
Los escándalos que han rodeado al PAN ya se veían venir: desde que Felipe Calderón dejó el poder y comenzaron las interpretaciones sobre el resultado electoral del 2012, la airada reacción de sus aliados hizo notorio que jamás aceptarían la responsabilidad de la derrota y que no lo harían, entre otras razones, porque no estaban dispuestos a ceder el mando del partido. A esa disputa se ha sumado la incomodidad de una buena parte del panismo por la forma en que Madero depuró los padrones de sus militantes y suscribió las iniciativas del Pacto por México.
En medio de esa lucha, el colofón de los escándalos que el panismo ha producido en el Senado y el desaseo con el que ha utilizado los recursos públicos puestos a su disposición, no han hecho más que confirmar que la división política de origen —iniciada al día siguiente de la derrota electoral— no podrá resolverse mientras los actores principales de la pugna no renuncien a sus ambiciones, no pacten una refundación o no se hagan pedazos entre sí hasta producir un nuevo liderazgo de consenso. Pero entretanto, el PRI seguirá siendo el beneficiario principal —una vez más— de todos esos despropósitos.
Por el lado del PRD ya apenas queda una sombra de sorpresa frente a su capacidad inagotable para la confrontación interna. Es imposible no tener presente la salida de López Obrador de ese partido, ni el enorme costo que le ha hecho pagar esa ruptura infiel. Sin embargo, muchos otros respiraron con alivio ante la esperanza de que la creación de Morena significara, al mismo tiempo, una oportunidad inédita de cohesión interna para quienes se quedaron. No obstante, origen es destino y —contra todo viso de prudencia— los dirigentes actuales de esa fuerza política han vuelto a encontrar pretextos para iniciar otra disputa.
La razón esgrimida ahora es la posición de los militantes perredistas frente a la posible reconversión de Pemex en una empresa mixta —pues de eso se trata la propuesta del presidente Peña Nieto—, que no sólo ha puesto a Jesús Zambrano y a Marcelo Ebrard a debatir públicamente, sino que ha mostrado también la punta de un iceberg en el seno mismo del gobierno del DF, gracias a la publicación de dos desplegados firmados y negados, sucesivamente, por casi todos los jefes delegacionales del PRD con excepción de Maricela Contreras, de Tlalpan, y de Salvador Valencia, de Iztapalapa, quien se hizo responsable de la polémica publicación.
Pero ni la razón visible ni la causa más posible de esa nueva división entre la izquierda distan mucho de las que han quebrado al PAN: se trata de la posición de su líder nacional frente al Pacto por México y, a un tiempo, de la batalla interna por el control de los mandos del partido. Y en ambos casos, el principal beneficiario es el mismo que trajo la cizaña: el PRI, quien no sólo promovió los contenidos de ese pacto, cobijado por la inercia de su triunfo electoral, sino que además está asistiendo a los disturbios de sus adversarios con una sonrisa bien ganada entre los labios.
Tengo para mí que la profundidad de esas querellas, sumadas a la fuerza propia de los liderazgos que las encabezan y a la habilidad pragmática que ha demostrado el presidente Peña Nieto, le alcanzarán al PRI para llegar cómodamente hasta las elecciones intermedias del sexenio. Y mientras tanto, las aguas van volviendo a su cauce original: el del gobierno conocido, con las oposiciones habituales.
Fuente: El Universal