Salvo la Virgen de Guadalupe y la Selección Nacional de fútbol, en México hay pocas instituciones que forjan consensos colectivos. Dentro de esas organizaciones que construyen coincidencias multitudinarias están los partidos políticos, pero con una diferencia importante. La Virgen del Tepeyac tiene el respeto y veneración de docenas de millones. La enorme mayoría de los compatriotas sufre y celebra los triunfos y amarguras del Tri en la cancha. Esas mismas multitudes tienen una opinión cuasi unánime sobre los partidos políticos: son corruptos.

El Barómetro Global de la Corrupción de Transparencia Internacional (2013) establece que 91% de los mexicanos percibe a los partidos políticos como instituciones corruptas. En otros países, los partidos políticos también cargan con un mal nombre. Sin embargo, como se puede observar en el estudio de María Amparo Casar, Anatomía de la Corrupción, en una muestra de 8 democracias, no hay otra nación donde los partidos políticos tengan peor reputación.

El peor problema de la partidocracia mexicana es su propia incapacidad para leer el termómetro social. Si uno escucha las campañas y los discursos de la enorme mayoría de l@s candidat@s pareciera que la tragedia de Ayotzinapa, el escándalo de la Casa Blanca y los moches en el Congreso ocurrieron en una región apartada del sistema solar. Para buena parte de nuestros partidos, la derrota no es una experiencia pedagógica y la victoria tampoco les da la seguridad necesaria para renovarse a sí mismos. Una democracia moderna no puede funcionar sin partidos políticos y los nuestros están atónitos ante su peligroso desprestigio.

2015 puede ser el año del calambre para la partidocracia mexicana. Un grupo de mujeres y hombres han decidido emprender una lucha quijotesca que busca mejorar el nivel de la competencia partidista en México. Con las leyes en contra y la cancha desnivelada, l@s cadidat@s independientes son una de las mejores historias de la elección intermedia de este verano. En Nuevo León, Jalisco, el DF y Sinaloa algunas de las opciones más frescas e innovadoras para votar vienen de las candidaturas sin partido.

En 1989, Ernesto Ruffo, panista de Baja California, ganó por primera vez en la historia una elección a gobernador por un partido distinto al PRI. Aquel triunfo no sólo fue un éxito del blanquiazul, sino la demostración de que el monopartidismo mexicano era capaz de enfrentar un proceso ordenado de alternancia en el poder. El PRI perdió Baja California, pero su aparente derrota demostró que nuestro sistema político era muy distinto a los regímenes de partido único prototípicos del siglo XX.

En general, los monopolios no destacan por su capacidad de innovación. Ante clientelas cautivas, sin mucho esfuerzo, pueden extraer rentas extraordinarias. La partidocracia mexicana es un monopolio que domina la oferta política a través de varias marcas. Hoy ese monopolio empieza a sentir pasos en la azotea. Del voto de los ciudadanos dependerá si las candidaturas independientes tienen un simple valor testimonial o verdaderamente son un catalizador de temblores más profundos.

Una de las historias más amargas de la alternancia mexicana fue la asimetría entre las expectativas del cambio y la dura realidad de 12 años de gobierno panista. A la luz de las candidaturas independientes habría que aprender alguna lección de aquel desencanto. Todo cambio viene acompañado de sus retos y sus baches.

¿Cómo construir la gobernabilidad de un estado, sin una base de apoyo político en el Poder Legislativo estatal? ¿Cómo un llanero o llanera solitaria podrá incidir en un Congreso dominado por fracciones partidistas? No tengo las respuestas, pero me da mucho gusto que los votantes mexicanos nos tengamos que hacer estas preguntas.

@jepardinas

Fuente: Reform