Mi vaticinio para 2023: lamentaremos más muertes violentas. En mis manos no tengo una bola de cristal, sino las tendencias de los últimos años. También la constatación de que no hemos tenido estrategias capaces de contener la violencia. Algunas ciudades, estados, regiones tienen mejores acercamientos al problema que otros, pero en términos generales seguimos absolutamente errados en nuestras respuestas a la violencia letal.

Con todo lo que puede parecer, lo que me mueve a escribir esto no es un ánimo derrotista. Sí hay perspectivas desde las que se pueden plantear soluciones a la violencia criminal. Están la prevención social y la disuasión focalizada; incluso se plantea la fuerza coercitiva del Estado que disuade, entre otros asideros teóricos con los que se justifica el paso a la acción. Pero poca atención ponemos al impacto que tienen las instituciones de justicia sobre la evolución del crimen. Me refiero al papel destacado que deben tener las fiscalías y los tribunales en la disminución de la violencia. Hay evidencia muy robusta que apunta a que pueden ser jugadores muy filosos en la reducción del crimen violento por la vía de la reducción de la impunidad.

En días pasados recibí un estudio de Guillermo Trejo y Camilo Nieto-Matiz, un par de colegas muy respetados. En él analizan el papel de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) y, en general, de la procuración de justicia internacionalizada en la disminución de los homicidios en el país centroamericano. Recordemos que dicha Comisión se conformó a petición del propio gobierno guatemalteco a las Naciones Unidas, para detener la violencia e impunidad en aquel país.

Aunque el reporte se centra en los años en que la Comisión operó, también analiza los antecedentes y la particular manera en que se articuló la intervención externa con autoridades de justicia locales, hasta la verificación de los progresivos logros, en términos de desarrollo de capacidades, que llevaron a identificar redes criminales muy poderosas, para ser desarticuladas y puestas frente a la justicia. Las investigaciones no fueron caso por caso (o persona por persona), con una lógica de revancha, sino a partir de la concepción de que ahí done cunden la violencia, los excesos de poder y la violación flagrante de los derechos humanos, hay redes de actores que actúan en connivencia.

El corazón del estudio, desde mi perspectiva, está en su trabajo metodológico y estadístico, el cual permite a los autores concluir que este particular mecanismo de persecución criminal sirvió para parar la violencia. Parar la violencia, leen ustedes bien. Los autores lo prueban.

Los datos que presentan Trejo y Nieto-Matiz son impactantes. En 2008, cuando la CICIG comenzó su trabajo, Guatemala tenía una de las tasas de homicidio más altas del mundo, 46.7 por 100 mil habitantes. En la siguiente década la violencia criminal descendió notablemente, y en 2019 la tasa de homicidios fue de 25. Un descenso sostenido y continuo. Los autores sostienen que la intervención de la CICIG previno muertes. O quizá sea mejor decir: salvó muchas vidas. En 12 años la CIGIG contribuyó a prevenir entre 20 mil y 30 mil homicidios, con el desmantelamiento de más de 70 estructuras criminales. Recomiendo mucho la lectura de este trabajo porque nos pone frente al espejo. Nos empuja a mirar nuestras propias redes criminales y la enorme impunidad con la que operan, y a juzgar cómo nuestros esfuerzos se disipan en iniciativas de bajo impacto que más bien parece que buscan perpetuar el statu quo.

No quiero caer en la recomendación obvia: implantar en el país un modelo de persecución criminal internacionalizado, como el que adoptó Guatemala con tanto ímpetu. Pero sí quiero proponer que pensemos en mecanismos extraordinarios de justicia para este país. Si el chovinismo nos gana, si sentimos que por nuestro tamaño e importancia no debemos recibir a grupos de operadores internacionales de primer nivel que nos ayuden a mejorar, que sean mecanismos hechos en México. Sé que nuestro orgullo es muy grande (y muy tonto).

Lo que puede ser factible es conformar grupos de élite, con operadores de casa, que empiecen poco a poco a construir espacios libres de impunidad. No todo al mismo tiempo, sino poco a poco, pero de manera muy estratégica. Esto requeriría de un enorme apoyo social y por parte de élites, porque lo que hay que vencer son estructuras de poder y de crimen muy arraigadas, capaces de descarrilar cualquier intento. ¿Cuándo les suena que tuvimos esta oportunidad?

Claro: el presidente López Obrador llegó al poder con la legitimidad necesaria para desencadenar estas intervenciones. Pudo hacer el mejor uso de las capacidades con las que contamos, intervenir en puntos neurálgicos de las redes criminales en el país. Un golpe al eje de flotación de la impunidad.

Pero nunca entendió que transformar al país consiste en esto. Y se ha dedicado a minar, en lugar de construir capacidades.

Por eso que nadie se sorprenda de que la violencia no amaine. Este año será tan violento como los que le antecedieron. Porque en realidad en este país no hacemos nada para salvar vidas. Sólo nos dedicamos a perder oportunidades.

Fuente: El Financiero