La idea de recuperar la redacción original del presidente Lázaro Cárdenas para cobijar el proyecto de reforma energética tiene, al menos, el mérito indiscutible del ingenio político. Ante la muy previsible polarización del debate, el gobierno construyó un valioso argumento para contradecir a quienes se oponen a la reforma energética desde la defensa del nacionalismo económico. Pero nadie con dos dedos de frente podría dejar de advertir que la iniciativa propuesta, aun fraseada con las palabras del Tata Lázaro, quiere lograr el efecto exactamente contrario al que éste buscaba.
Es muy probable que la izquierda haya mordido el anzuelo y que el debate, de aquí en adelante, se desdoble en discursos y movilizaciones políticas —en la calle y los medios— para defender a la Patria desde miradores opuestos. Sin embargo, más allá de esa confrontación ideológica, lo fundamental seguirá estando en las causas que acabaron justificando la necesidad de modificar las reglas de producción energética en el país. O dicho de otra manera: en las razones que llevaron al fracaso de las opciones vigentes, incluyendo la nulidad de la reforma del 2008.
A estas alturas, resulta evidente que el estatus quo es inaceptable y que alguna reforma de fondo ha de lograrse al cabo de este nuevo episodio. No he leído a ningún especialista en temas energéticos —de izquierda y derecha— que admita sin más la continuación de las políticas que se quedaron ancladas en algún punto de nuestro pasado; pero ninguno afirma que las cosas hayan sucedido simplemente por el paso del tiempo. Los rezagos de capital, investigación, gestión y tecnología que hoy se esgrimen como las razones principales para buscar en el mercado la generación de energía que el Estado ya no lograría producir por sí mismo, tienen una historia detrás que, bien vista, representa a la vez el mayor desafío del nuevo proyecto.
No fue la falta de medios ni de recursos, sino la ineficiencia, la negligencia y la corrupción las que causaron el escenario de crisis energética en el que ahora estamos metidos. A pesar de todo, el Estado no hizo su tarea de manera oportuna, ni respondió con eficiencia ni audacia a los retos que se le plantearon desde los años ochenta para modernizar Pemex. Por el contrario, la gallina de los huevos de oro ha sido explotada hasta la saciedad y hoy, más allá del traslado de la responsabilidad hacia los grandes capitales que eventualmente vendrían a cerrar grandes negocios, sigue sin existir una respuesta convincente sobre aquellas causas reiteradas del fracaso estatal.
No obstante, el debate que apenas comienza tendrá que hacerse cargo de esas otras razones. Tendrá que hacerlo, porque la salida hacia los capitales y la tecnología privadas sólo tendría sentido en un marco de verdadera competencia económica. Abrir la puerta al dinero privado con el único propósito de trasladarle algunos de los beneficios de un monopolio mal regulado, no llevaría sino a un fracaso económico mucho mayor. Basta mirar al ejemplo de las telecomunicaciones para observar que nuestra capacidad de regulación de mercados ha sido, por decir lo menos, un verdadero desastre.
Y por otra parte, el problema de la corrupción en la gestión de contratos públicos —ya sea para comprar, para construir, para concesionar o para obtener servicios de cualquier tipo— es tan grave como la incapacidad del Estado para enfrentarla, más allá de buscar chivos expiatorios cuando ya es tarde. Y a todo esto debe añadirse la amplísima red de intereses creados en torno de Pemex, incluyendo desde luego a su sindicato, que también ha sido una consecuencia inocultable de los mismos errores que hoy justifican y amenazan, a un tiempo, la reforma propuesta.
Supongo que la disputa por la bandera patriótica se impondrá en los próximos días. Así está diseñada la estrategia del gobierno de Peña Nieto y así, también, está planteada la resistencia desde la izquierda. Pero los problemas de fondo están en otro lugar.
Fuente: El Universal