Por primera vez en lo que llevo de vida, tengo la sensación de estar viviendo en un país que me es ajeno. No es un recurso retórico ni una expresión más de inconformidad o desencanto, sino la pura verdad: en unos cuantos días, quienes tienen el poder político en las manos han negociado un conjunto de reformas que, al final del año, muy probablemente habrán modificado para siempre las bases constitucionales del régimen político, del federalismo, del sistema de justicia, de la gestión del petróleo y la energía y del control de la administración pública, entre otras mudanzas principales. Me pregunto si quienes están al mando saben lo que están haciendo y si tienen una idea clara del lugar al que quieren conducirnos.
Sospecho que no. A la escasa luz de lo que dejan ver los poderosos, esta fiebre compulsiva de reformas no obedece a un proyecto estructurado ni responde a un diagnóstico completo y compartido; no se sostiene en una idea acabada o en un horizonte que cualquiera pueda ver. Lo que parece estar detrás de este alud de cambios es el pragmatismo de la negociación entre dirigentes y partidos, que han ido mezclando toda clase de ocurrencias con viejas ambiciones de reforma, que se han ido escribiendo y justificando sobre la marcha a cambio de las prendas más deseadas por el adversario.
“Te cambio la reforma energética por la política”, “Te doy la autonomía de la PGR, por la de Coneval”, “Te doy la reelección a cambio de un órgano para perseguir la corrupción”, etcétera. ¿Pero a dónde nos lleva toda esta locura reformista? ¿Tan cara es la reforma energética que quiere Peña Nieto? ¿O es acaso la pura megalomanía de la eficacia y de la trascendencia? Lo que sea, con tal de no perder la cara.
Es verdad que varios de los temas abordados han estado presentes en la agenda pública y es cierto que era necesario revisarlos. Pero así no. Lo que hicieron los legisladores con la reforma política que, de prosperar, extinguirá al IFE para crear una cosa nueva que nadie acaba de entender, responde más a la idea de sacar acuerdos como sea para no quedar como incapaces, que a la responsabilidad mucho más honrosa de saber en dónde detenerse. Y lo mismo puede decirse de la autonomía incierta que tendrá el nuevo Fiscal General de la República o del bodrio que han inventado para combatir la corrupción, sólo por citar los ejemplos más notables. La confesión del método está en los transitorios: ¿para qué angustiarse por las contradicciones, las zonas oscuras o los desatinos, si siempre puede escribirse que eso lo resolverán las leyes posteriores? Total: nada es más barato que el futuro.
Pero eso tampoco es aceptable. Una vez modificada la Constitución, las leyes secundarias deben adaptarse a ella y las negociaciones se volverán mucho más ríspidas. La fiesta de los cambios consensuados terminará muy pronto y habrá que despertar en el 2014, con la jaqueca de la cruda, para redactar esas leyes que, de momento, no son más que promesas sin sustento técnico. Pero en el camino, los partidos se liarán nombrando a toda clase de funcionarios para los nuevos órganos autónomos, repartiéndose un pastel mal cocinado de cuya operación, por supuesto, no se harán ni remotamente responsables.
Nadie sabe a ciencia cierta en qué terminará esta borrachera de autonomías, leyes generales, cuerpos colegiados y reformas negociadas de cualquier manera. Pero sí sabemos que abrirán un nuevo periodo de incertidumbre y desencuentros, que ya amenaza con quebrar lo poco que habíamos construido durante las dos décadas pasadas. Una generación construye y la siguiente desbarata: he aquí la maldición histórica de México, que es lo único que de momento me resulta familiar.
Fuente: El Universal