El autoritarismo es camaleónico. Lo mismo se presenta escondido detrás de un sofisma que con el disfraz de descuido. En lo público (más concretamente, en lo gubernamental) tradicionalmente se viste de aplicación de leyes penales, restricciones a libertades y decisiones inatacables. Sus expresiones son variopintas y me atrevo a decir que integran una taxonomía de tal suerte extensa que es propia de lo borgiano. Pero, sin importar la forma que tome, al autoritarismo siempre lo delata una asimetría de poder no razonable y destinada a sesgar, conservar o adquirir privilegios.

Un par de iniciativas recientemente enviadas por el Poder Ejecutivo bien podrían ser calificadas de intentos por ejercer un despotismo democrático. Sin tapujos, son intentos autoritarios por reducir libertades y conservar privilegios ilegítimos. En una suerte de licencia interpretativa de lo que Tocqueville describió en La democracia en América II, alguien convenció al presidente de la República que lo deseable era que su gobierno enviara iniciativas que reducen el campo de ejercicio de derechos y concentran el poder. Son iniciativas de ley con salpicones nostálgicos de tiempos totalitarios. Eso sí, arropadas por una maquinaria propagandística que suelta una retahíla de supuestos beneficios públicos.

El caso más comentado últimamente es la iniciativa que presentó el presidente Peña Nieto en materia de telecomunicaciones. Encubierta en una discusión por modernizar a un sector de importancia estratégica (y casi siempre abordada sólo desde los prismas económicos o de competencia) está una disputa por el espacio público, por valores jurídicamente protegidos en la Constitución y por un importante conjunto de bienes del dominio de la nación. En castellano puro, después de una flamante y ensalzada reforma constitucional, la aprobación de leyes secundarias en telecomunicaciones es de alta trascendencia para la democracia y una oportunidad de oro para lograr finalmente el sometimiento a un grupo constituido hace muchas décadas en poderes de facto. Poderes salvajes, diría Ferrajoli.

Como si el lenguaje jurídico no fuera relevante, el presidente envió una iniciativa que con el eufemismo político de la recomendación no vinculante desprecia la autonomía de un órgano constitucional recientemente creado (el Ifetel), de plano ignora obligaciones constitucionales (como la de regular los derechos de las audiencias) o maltrata las (cándidas) expectativas de modernización de los medios públicos (a los que —contra todo estándar de idoneidad documentado hasta el cansancio— destina a ser medios del gobierno en turno). Sólo por citar algunos de los defectos más destacados (que no necesariamente los más críticos).

Pero la tentación de legislar para unos cuantos estacionados en el confort oligopólico puede ser aderezada, además, por el capricho de despojar a la sociedad de sus derechos y libertades. Así, el Ejecutivo propuso otorgar facultades discrecionales a las agencias de seguridad del Estado para solicitar a los concesionarios de servicios de telecomunicación bloquear señales en “eventos y lugares críticos para la seguridad pública y nacional”. Como la tendencia muestra que el respeto por las libertades personales está a la baja, el presidente se dio el lujo de incluir la petición para que los concesionarios de servicios de comunicación ejecuten intervenciones solicitadas sin orden judicial y tengan la obligación de resguardar datos hasta por 24 meses a partir de la comunicación intervenida.

Nuestro sector de telecomunicaciones era ya un objeto digno de estudio por su composición tan pulcramente cuidada para afectar el interés público. Por su parte, a la protección de derechos como la intimidad personal, la vida privada o la libertad de expresión se le han enderezado serios agravios legislativos en los últimos años. Pues bien, la iniciativa en telecomunicaciones agrava —en ambos casos— ese estado de cosas. Parecería, como dijo Sabines, que estamos saliendo de un manicomio, para entrar a un panteón.

Fuente: El Universal